POR MIGUEL ÁNGEL
Instagram, Linkedin y Facebook marcan hoy la pauta de cómo querríamos vernos física, profesional y socialmente
ESA no soy yo, me dice mi mujer. Ya no, matiza. Han pasado dos años desde esa instantánea. Pero sí es ella. Guapísima y sin filtros. Debe ser duro que la expectativa sobre ti misma te vuelva irreconocible. Lo pienso viendo no su foto, sino la que una amiga nuestra ha colgado en su muro. La miro varias veces y sigo sin identificarla. ¿Así se ve ella? ¿Así le gustaría verse? Si la felicidad es inversamente proporcional a la distancia entre tu realidad y tu proyección, podría deducirse que es desgraciada. Pero quién soy yo para saberlo. Es ardua esta cuestión de la felicidad. Mejorar nuestras condiciones objetivas o rebajar nuestras expectativas. Apártate del sol, le dijo el cínico Diógenes a Alejandro Magno cuando éste le preguntó qué podía hacer por él. Muchos otros filósofos antiguos ya nos advirtieron que estar satisfecho con lo que se tiene es más importante que obtener lo que se desea. A veces me pregunto si los sureños somos como somos porque lo que principalmente ambicionamos es que no nos tapen el sol. ¿Y esto habla bien o mal de nosotros?
Lo cierto es que decidimos lo que deseamos por comparación. E Instagram, Linkedin y Facebook marcan hoy la pauta de cómo querríamos vernos física, profesional y socialmente. Las redes son el gran escaparate de nuestras expectativas. No soy mejor ni distinto. Estoy seguro de que mis estados de ánimo son también sensibles a la imitación/competición (y por tanto a la manipulación de quienes marcan los estilos de vida). Si soy honesto, debo reconocer que estoy más lejos de la apatía y la impasibilidad que de la amiga que ha compartido una foto irreconocible de sí misma. Prefiero la búsqueda y la decepción a la falta de emoción y a no desear nada. El placer es mío, es el autorretrato que coloco en todos mis perfiles. Pero sé que el placer no es una posesión, sino una búsqueda. Justo aquella que los budistas nos desaconsejan. La aspiración, piensan ellos, es inútil porque causa desazón incluso cuando se logra. La satisfacción es la sensación fugaz que precede al temor de perder lo logrado y al deseo de alcanzar algo nuevo. Es cierto. Pero mejor toda esa mierda a no sentir nada. Mejor el deseo frustrado a la indiferencia.
George Orwell decía que la felicidad solo se puede describir por contraposición. El paraíso solo se entiende con el infierno (y según Tertuliano, uno de sus máximos placeres es contemplar la tortura de los condenados). El ocio se aprecia más teniendo mucho trabajo, regresar a casa tras ocho horas en la oficina y la compañía cuando uno se ha sentido solo. La felicidad es volver a la playa después de meses de confinamiento, el gol en el último minuto cuando ya se daba el partido por perdido, el hijo que saca malas notas y llega con un diez a casa, el polvo que zanja una estruendosa discusión con tu pareja. Es una familia hundida en la miseria zampándose un ganso asado el
Día de Navidad, escribe Orwell con una elocuencia de la que no soy capaz. En su opinión, Dickens es el escritor que mejor ha descrito la felicidad y su naturaleza efímera y esencialmente comparativa. Después de la pandemia, vamos a ser muy felices quitándonos las mascarillas y comiéndonos a besos. Pero nos acostumbraremos pronto a lo bueno.
Quizás la clave es que la felicidad por definición es incompleta. Y por eso, dice Orwell, nadie ha sabido presentarla de forma más convincente que como un alivio. La felicidad se escribe en gerundio y probablemente es hortera como un gerundio. Porque no hay nada más ordinario que un gerundio, sobre todo escrito después de una coma. En realidad, sí hay una cosa más vulgar: la exhibición de la felicidad. La copa de balón en la terraza con vistas. El selfie en la playa paradisiaca. ¿El placer es vivirlo o contarlo? ¿Está en el ser o en la apariencia? ¿Es ese tipo felicidad una forma de infelicidad disfrazada? Aquello de dime de lo que presumes y te diré de qué careces. Sobre ese dilema, me pronuncio de la siguiente manera: quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
La cuestión, podría ser, que la felicidad no es el placer. O no es solo el placer. Si lo fuera, afirma Kahneman, criar a un hijo no sería descrito como fuente de felicidad, pues hay pocas cosas menos placenteras que despertarse en mitad de la noche para cambiar un pañal. Su opinión es que la felicidad consiste en encontrarle sentido a la vida. Tiene sentido eso del sentido. Está bien tirado, como se dice ahora. El problema del sentido, como el de las expectativas, es que también se forma por comparación y por tanto es igualmente manipulable. Encontrarle una misión a la vida se nos presenta como una búsqueda introspectiva, pero cada vez se parece más a lo contrario: la demostración es la hiperinflación de propósitos lanzados a los jóvenes para que elijan el suyo. La misión y la visión han sido tan mercantilizadas que hasta las empresas quieren nutrir de ellas a sus clientes y empleados.
«Cuando eres padre, tu máxima aspiración en la vida es esta: morirte antes que tus hijos», ha afirmado el escritor David Cerdá en su perfil de Twitter. Y sí, quizás la felicidad tenga que ver sobre todo con eso. Con bajar también a tierra las expectativas sobre el sentido de la vida. En mi caso lo tengo claro. Mi transcendencia son mis hijos. Mi felicidad, toda mi gente. El sol y la playa también me ayudan lo suyo. Y sobre todo una actitud. La de no juzgar. Que cada cual se alegre sus días como quiera y pueda.