ABC (Sevilla)

El gran escritor jerezano deja una obra de culto que el tiempo y su ausencia mejorarán aún más

- ALBERTO GARCÍA REYES

Paseando entre las zarzas de Doñana, José Manuel Caballero Bonald escribió una premeditac­ión de su muerte: «Me pongo en camino hacia un libro que nunca escribiré». Las olas de la playa de Montijo, su última ventana al infinito azul del destino manriqueño, se han tragado esta noche la roca del andalucism­o literario. Y ahora el escritor jerezano de la media barba y la media voz, buscador de eses en su oralidad de hombre altivo por mera estrategia defensiva —cada ese era un fugarse de su propio instinto de bohemio rico—, está hundido en algún lugar del Atlántico para hacer realidad la letra de la soleá que tanto le marcó en sus encuentros furtivos con los flamencos: «Fui piedra y perdí mi centro / y me arrojaron al mar / y al cabo de mucho tiempo / mi centro vine a encontrar». Era inevitable que Caballero Bonald tocara ya el fondo del mar. Pero él fue quien escribió que somos el tiempo que nos queda. Y a partir de ahora su obra vendrá a encontra el centro de la Andalucía hiperreali­sta que él descubrió con su linterna, siempre a deshoras... «Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, / habitacion­es de prostíbulo­s, / templos, alcobas, celdas, chozas, / y en los rincones de la boca / entra también la noche».

Ahora que ha entrado la noche en los rincones de su boca y se ha puesto en camino hacia un libro que nunca escribirá se puede decir que José Manuel Caballero Bonald tenía el mismo misterio en su escritura que la legendaria Argónida de su novela cimera, ‘Agata ojo de gato’, aquel relato descarnado del fatalismo del Coto en el que trazó su gran hallazgo poético, la metáfora más contundent­e y reveladora de su vida: la belleza está compuesta por un cúmulo perfecto de miserias. Hasta él, todos los escritores del arcano andaluz habían situado el mal en terrenos escarpados, en sierras sinuosas, en cuevas que no estaban en ningún mapa. Caballero Bonald lo colocó en una inmensa llanura porquel mejor sitio para el demonio es el más visible. Tal vez él mismo era así, un escritor personalís­imo compuesto de muchas miserias íntimas —sobre todo su pugna entre el señorito y el mendigo que era a la vez— y un hombre llano por el que cabalgaban fantasmas siniestros. «Dame la libertad de la tormenta», llegó a escribir para la voz ácrona del Lebrijano en sus encuentros morunos. «Sólo el que arriesga a no escapar podrá escapar a tiempo del peligro».

Esa forma de escribir ya se ha perdido. Caballero Bonald decía que la literatura se parece a una carta que el escritor se manda sin cesar a sí mismo. Y ahora la suya ya no tiene remite. Su obra vivencial, mitad barroquism­o de bodeguero de Jerez, mitad sencillez de cantaor sin dientes, no tiene final ni principio, «sólo el todo y la nada equidistan­do». Mejor dejar que el tiempo actúe solo porque también por omisión se escribe un libro.

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