POR ROGELIO
‘La célula infinita’ o la pulsión poética de Rosa Díaz
Su poesía nos muestra un sello muy propio en medio de un panorama lírico sobrado de repetitivos guiones temáticos y tics manieristas
E Nsu sostenida indagación en los misterios de la poesía —razón suprema de su vivir y de su acezante búsqueda del nombrar preciso— Juan Ramón Jiménez distinguía entre los poetas con «voz de pecho» y los poetas con «voz de cabeza». Y en 1949 le decía en una carta a José Luis Cano que la voz de los primeros (San Juan de la Cruz, Bécquer o Antonio Machado) «puede llegar a todos», mientras que la de los segundos (Fernando de Herrera, Calderón o Jorge Guillén) difícilmente sería capaz de llegar «a las inmensas minorías». En esa misma onda, Antonio Machado, censurando con discreción los excesos de la imaginería de los jóvenes poetas de su tiempo, diría que lo esencial de un poema no eran los «conceptos escuetos o imágenes conceptuales», por muy brillantes que éstos puedan ser, sino los «elementos intuitivos del alma del poeta, como si dijéramos la carne y sangre de su propio espíritu».
Este dominio de la intuición sobre la lógica, de la vibración íntima sobre el andamiaje conceptual del poema, formulada por dos talentos líricos en apariencia tan dispares pero en lo esencial tan afines, se evidencia también en la obra de algunos poetas de nuestro tiempo que parecen regirse por ese mismo aliento intuitivo. Tal me ha parecido siempre el caso de la escritora sevillana Rosa Díaz, quien en el curso de estos últimos años se ha venido significando en el mundo de la poesía española como una voz libre y diferenciada, ajena a toda fijación convencional a los cánones de lo «poéticamente correcto» pero leal a una verdad interior y a una voluntad de estilo inequívocamente suyas. Dueña de un vigoroso lenguaje de aliento coloquial y una particular fuerza expresiva, su poesía nos muestra un sello muy propio en medio de un panorama lírico sobrado de repetitivos guiones temáticos y tics manieristas.
Con una trayectoria lírica muy consolidada y un contrastado reconocimiento de la crítica, Rosa acaba de reeditar ‘La célula infinita’, un texto que vio la luz cuarenta años atrás y que fue en aquel entonces el destilado de una experiencia de escritura todavía juvenil pero ya embridada en el correr de los años setenta por una autoexigencia digna de elogio. Cuando al fin, en 1980, la autora entendió que había dado con su propia forma de expresión, creyó también llegado el momento de dar a la imprenta aquel puñado de poemas que hablaban de las perplejidades de una voz joven buscando compulsivamente la luz que iluminara las «oscuras claridades» del vivir : «Luz caída/que escapa/por todas las rendijas/ en busca de la voz./La voz y el devenir de las palabras». Ahora aquel libro vuelve a imprimirse, esta vez en la barcelonesa Ediciones Carena, con el breve añadido de algún que otro poema de los que entonces se quedaron fuera de sus páginas y una «declaración de la autora», también en verso, en la que ésta da fe de su vivir de hoy, refugiado, al igual que entonces, en el consuelo de la escritura pero con idénticas perplejidades a las que sintió antaño : «Y me pinto las uñas, me visto de colores,/y recorro los días como un ramo de flores/aunque me ronde el llanto ;aunque venga hecha triza,/mudo otra vez la piel y estreno otra camisa/ porque escribo y escribo./Esa es la fortaleza/que componen los gigas que guarda mi existencia./Pulso el ordenador. Doce puntos New Roman./Soy la interrogación que escudriña un idioma».
La imagen de una célula fundida con el cosmos —audaz figuración poética de la autora del libro— sería la protagonista de todas aquellas incertidumbres juveniles, enlazadas en el cañamazo de un tiempo visto ya precozmente como un auténtico engaño a los ojos: «Ahora soy consciente/de que la vida,/por cada cosa que me daba,/se llevaba consigo un epitelio/y me dejaba en otro andén/—cual tosca trasmutación—/,esperando otro tren y siempre otro./Así he cargado el hoy de ayeres y mañanas,/inútil mercancía en el regazo,/bocado indigerible y siempre duro/pero siempre en mi mano de mendiga de tiempo».
Asimilada esa búsqueda, a la manera de los místicos, a una desconcertante «guía de perplejos», por el libro transitan todas las dudas y miedos de una voz herida por los interrogantes de cada hora: «Como un elemento demoledor/que destruyera el equilibrio,/mi pensamiento se me vuelve enemigo/al que ni venzo ni venceré jamás/El miedo, mi miedo con mayúscula/me toma posiciones, me arrincona la vida, /me acobarda,/me rinde mentalmente a su evidencia./Y ahí estoy con una duda abstracta/que ni es dolor siquiera,/sino una irrealidad envuelta en tela rala,/por cuyos poros intento deslizarme/sin hacerme ruidos a mí misma».
Hay siempre, sin embargo, en la trayectoria lírica de Rosa Díaz un contrapeso aliviador de tantos naufragios, una razón de vida sobrepuesta a los dolorosos retos de la condición humana y una vibración existencial que se proyecta en la autenticidad de sus sentimientos y en la frescura de su lenguaje, constantes que ya se revelaban en aquel libro de juventud y que han seguido nutriendo todo su dilatado patrimonio poético posterior. Al reeditarlo ahora, está subrayando el valor simbólico y decisivo de aquel primer paso y reconociéndose gozosamente en la misma pulsión creadora que un día ya lejano arrojó aquellos versos a la vida.