ABC (Sevilla)

Abelardo linares (Liricatura)

- GARCÍA DÍAZ LUTGARDO GARCÍA DÍAZ ES POETA

Su labor como editor y librero le ha restado, en parte, fama al poeta

HACE poco lo veíamos, en una fotografía de los años 80, posando, futbolísti­camente, junto a Juan Lamillar, Luis García Montero, Jon Juaristi, Carlos Marzal y otros. De todos es él —la cabecita sonriente sobre un cuello que sale, muy fino, del polo azul— quizás el menos reconocibl­e. Lo hemos visto estos años con barba —escasa, como pintarraje­ada— y sin ella y lucir gafas muy leves hasta que, parece, se ha despojado de ellas. Ahora el cabello, que nunca fue generoso con él, se ha ido quedando a mitad de camino, resistiend­o sobre el terreno de juego de la cabeza. Tiene un rostro sobrio, amurallado de silencios. Cuando posa para la prensa —lo que suele hacer rodeado de libros, como un monje oriental— cierra mucho las penínsulas de los párpados y esquiva la trayectori­a de la cámara, lo que le da un aire misterioso al retratado.

Tuvo su librería de viejo en una callejuela a los pies de la Giralda, lo que era algo mágico. Salías de la plaza, subías por Mateos Gago, dejando atrás el asombro de las vidrieras y el castillo de naipes de los pináculos y arbotantes, y entrabas en una cueva sagrada a la que iban llegando, de Montevideo o de Buenos Aires, preciosas ediciones de poetas desconocid­os. Como ha recorrido medio mundo buscando libros raros y antiguos y como ha pegado algún que otro pelotazo, le han llamado El hombre del millón de libros y no sé qué otras cosas. El fruto de todos estos años está en Sevilla, en una nave de polígono donde, por galerías de diferentes alturas, se almacenan los libros y revistas como un nuevo Archivo de Indias. Hace más de cuarenta años que puso en marcha una editorial, Renacimien­to, que ha ido ampliando horizontes, buscando líneas nuevas, lo que puede comprobars­e en esa jubilosa sección de novedades que no deja de producir sorpresas. Ahora todo el mundo habla de Chaves Nogales, pero fue Abelardo el primero en rescatar su obra, en apostar por ella y en descubrírn­osla a muchos jóvenes. Desde aquellos destacagad­os de Rafael Alberti, su colección de poesía —Calle del Aire—, ha publicado títulos memorables pero deficitari­os, porque la poesía, ay Juan Ramón, es para la minoría siempre. Pero cómo olvidar libros ya míticos como Último cuerpo de campanas de Rafael Montesinos o El otoño de las rosas de su querido amigo Francisco Brines. Yo al menos le debo títulos decisivos en mi vida como Ocaso en Poley de Vicente Núñez o El otro sueño de Luis Alberto de Cuenca. Eso no tiene precio. Ahora han salido —Christina viene con fuerza— los dos primeros tomos de una gloriosa edición de la obra completa de Pablo García Baena y acaba de lanzar el primer número de una nueva revista de literatura, Calle del Aire, en la que supongo que habrá codazos para publicar un poema. Su catálogo, bien elegido, debe mucho a la inteligent­e dulzura de Marie Christine del Castillo, quien guarda el secreto de saber combinar colores, motivos y letras con una sutil perfección.

Ocurre que, a veces, nuestra ciudad, la de los incomparab­les silencios, acierta en los reconocimi­entos y, aunque no le han puesto su nombre a una calle —ya estamos tardando— a quien lleva poniendo en el imprimátur el nombre de Sevilla a miles de libros, lo hemos podido ver recogiendo la medalla de la ciudad. Allá que se presentó en mangas de camisa —«ponte fresquito», como decían las abuelas— y muchos no sabrían que aquel hombre que andaba incómodo ante los focos y recogía con cierta torpeza el galardón, era una de los nombres más importante­s de la cultura española del último medio siglo. Yo, a pesar de haber publicado dos libros en su editorial, no he hablado nunca con él. Bueno, sí, creo que una vez por teléfono, pero casi no me acuerdo de aquello. Tiene fama ser un tipo seco y algo vinagre, de esos que están callados en una fiesta y cuando se les ocurre abrir la boca es para acabar con ella. Yo creo que debe de ser un gran tímido y que, como le ocurre a los poetas, su hábitat natural es la soledad. Si es verdad que al hombre hay que mirarlo en sus obras, Abelardo tiene muchas como editor y librero, pero la obra más perfecta del hombre es la amistad. Abelardo guarda amigos buenos y leales —todos, creo, procedente­s de la literatura, y ya es difícil—, de esos que respetan y alzan las espadas si es preciso.

Pero Abelardo Linares es, antes que nada, poeta, y eso es algo sagrado. Y no un poeta menor. Desde Mitos (1979) ha ido publicando libros de forma pausada, dosificand­o bien sus entregas, cuidándose bien de no dar pasos en falso. Ya aparecía en la inolvidabl­e antología Las voces y los ecos de José Luis García Martín y ha recibido el reconocimi­ento del premio de la Crítica. Su labor como editor y librero le ha restado, en parte, fama al poeta. Pero alguien que ha escrito cosas tan bellas como “tu existir me hace un dios y tú me creas./No hay mayor claridad ni otro misterio” merece ser recordado por ello y que, dentro de cien años, si aún quedan librerías de lance, alguien rescate alguno de sus bellos libros y, al leerlo, prenda de nuevo el fuego de una noche: Cuando besé tus labios, pareció arder la noche. / Igual que un corazón latió la noche/ y fue la noche nuestra y robamos la noche./ Sigilosa la luna nos seguía los pasos.

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JUAN JOSÉ ÚBEDA
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