Viajes de antaño y desmadres de hogaño
REYES
El desconcierto de nuestro actual sistema educativo, sometido al albur de los cambios políticos, la dejación de responsabilidades en el ámbito familiar y el desaliento de los cuerpos docentes están reduciendo cada día más la viabilidad del aprendizaje teórico
«TODAS las primaveras, coincidiendo con el paso de las cigüeñas y la vuelta de las golondrinas, hemos visto aparecer por esta vieja ciudad de Baeza a Berrueta con su alegre grupo de universitarios granadinos». Con esta simpática imagen ornitológica Antonio Machado se estaba haciendo eco, en 1917, de los dos viajes de estudio que dirigidos por Martín Domínguez Berrueta , catedrático de Historia del Arte, habían girado a la hermosa ciudad jiennense aquellos jovenzuelos de impecables vestimentas –chaqueta, corbata y el obligado sombrero de fieltro en sus cabezas– que vistos desde los usos indumentarios de hoy más parecen respetables adultos recién salidos de una sesión académica que estudiantes en un viaje de fin de curso.
Berrueta era un exponente de aquella innovadora pedagogía de aire naturista y nada libresca impulsada por los hombres de la Institución Libre de Enseñanza como medio de conectar lo especulativo y lo real, la teoría recibida en el aula y la realidad circundante. Siguiendo el ideal de Giner de los Ríos, se trataba de que los escolares, además de recibir las lecciones en su lugar de estudios, se familiarizaran con los museos y los centros culturales de nuestro país pero surcaran también sus campos, subieran a sus montañas, visitaran sus fábricas y sus talleres y tomaran el pulso a la vida de todos los días bajo la tutela y las enseñanzas de un profesorado que estimulaba sus reflexiones y fomentaba su espíritu crítico. Como propugnaban los escritores del 98, testigos literarios del mundo de la provincia, conocer la España real era un verdadero imperativo moral para encauzar la convivencia entre españoles, cuya vida política gravitaba en exceso sobre el centralismo madrileño. De ahí el enorme valor didáctico de tantos viajes instructivos como entonces se hicieron por todo el territorio, en este caso para valorar sobre el terreno los monumentos artísticos sobre los que previamente había teorizado en sus clases universitarias aquel animoso docente granadino, un profesor –como subrayaría el propio Machado, tan entusiasta de esa pedagogía institucionista– que «más que en las aulas, tenía su cátedra en el tren, en los coches de postas, camino de las viejas urbes, donde él con los suyos busca una viva emoción del arte patrio y a donde lleva su palabra, su ciencia y la noble curiosidad de sus alumnos».
Uno de aquellos ocasionales discípulos de Berrueta se llamaba Federico García Lorca, quien por dos veces, siendo todavía poco más que un adolescente, compartiría con el autor de ‘Campos de Castilla’ otras tantos encuentros de poesía y de música en aquella Baeza de imponente arquitectura y melancólicas callejas que el futuro poeta granadino describiría en 1918, en la prosa de ‘Impresiones y paisajes –el primero de sus libros– como un lugar donde «todas las cosas están dormidas en un tenue sopor» y «se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media». En aquellas dos veladas, la primera en junio de 1916 y la otra un año más después, don Antonio leyó poemas propios y ajenos, y el jovencísimo Lorca, llevado desde niño de su afición musical, interpretó algunas piezas al piano. El impulso viajero de un profesor lleno de buen sentido había hecho posible el prodigio: dos genios de la creación lírica, uno ya consagrado y el otro todavía sin conciencia de su vocación esencial, que por azar se encuentran en un cruce de caminos propiciado por un concepto formativo y funcional de los viajes escolares.
Para García Lorca esas excursiones por la España profunda fueron algo más que la constatación práctica de un saber teórico aprendido. Suponían además, como él mismo nos confiesa, la ocasión propicia para indagar en el conocimiento de sí mismo, una suerte de camino interior que le llevaría a la maduración personal y a descubrir en las cosas contempladas un sentido nuevo que las trascendía por encima de las apariencias; es decir, una visión poética de la existencia, viendo en aquellas «plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron por ellas». Lo que en verdad traslucía el futuro poeta granadino era el valor formativo de aquellos desplazamientos en grupo y el aliento espiritual que de ellos recibía. La observación del mundo circundante de la mano de un verdadero maestro suele generar en el discípulo vislumbres que no siempre será capaz de descubrir por sí solo, rutas por donde transitar con ojos nuevos y una gozosa ampliación de sus expectativas sugerida por quien posee la competencia técnica y el ascendiente moral para ejercer de guía. Ideales que informaban entonces un modelo de viaje pedagógico cuya razón de ser no ha perdido vigencia pero cuya realización práctica se ve hoy obstaculizada por factores externos a la esencia misma del noble arte de enseñar.
El desconcierto de nuestro actual sistema educativo, sometido al albur de los cambios políticos, la dejación de responsabilidades en el ámbito familiar y el desaliento que amengua el ánimo de unos cuerpos docentes rebajados en su función rectora y en su prestigio social están reduciendo cada día más la viabilidad de una práctica que complementaba y enriquecía notablemente el aprendizaje teórico. Desprovistos del menor aliento cultural, desligados de toda pretensión didáctica y reducidos a simples expansiones juveniles ajenas a los propios centros, aquellos viajes instructivos de antaño están siendo sustituidos por desmedidos disfrutes grupales que nada tienen que ver con su tradicional función formativa. Cuando no por grotescos desmadres playeros como los que acabamos de contemplar, en plena pandemia y no sin una buena dosis de vergüenza ajena, en los hoteles de Mallorca.