Razón de Estado
Nunca un presidente del Gobierno ha necesitado a tanto charlatán para justificar tanta altanería
Creo que ya lo entiendo: la razón de Estado debe ser esa suerte de sortilegio que hace que la encarnación ministerial de Margarita Robles devore a la jurista que lleva dentro. También Saturno devoró a sus hijos por miedo a que lo destronaran. Nada nuevo bajo el sol. El poder y los principios son dos pes que se llevan a leches. Y casi siempre gana la más bruta. En los primeros Gobiernos del nuevo Régimen, a finales de los 70 y principios de los 80, los combates más explosivos solían protagonizarlos los ministros de Interior y de Justicia. Harto de esas trifulcas, a Felipe González se le ocurrió la idea de unificar las dos carteras en una sola y entregársela a un juez, Juan Alberto Belloch, para que arbitrara en su fuero interno el conflicto de intereses que se establece entre la ley y la eficacia. También entonces perdió la ley. El jefe de policía devoró al magistrado. Y lo curioso es que, mira por dónde, la secretaria de Estado de Interior de aquel biministro experimental era Margarita Robles. Suya era la voz que susurraba al oído del dios Saturno que, para preservar el poder, el fin justifica los medios.
Después de eso Robles regresó a la carrera judicial y allí volvió a brillar a gran altura. Como magistrada del Tribunal Supremo, por ejemplo, fijó una saludable doctrina contra los indultos arbitrarios. Debe ser que las cosas se ven de forma distinta con toga o sin ella. A lo mejor el ropón esconde una lente de aumento que ayuda a ver de cerca la caligrafía de la ley y de tanto ponérselo y quitárselo, los juristas de ida y vuelta desarrollan una especie de estrabismo ocular que les incapacita para leer con claridad las normas jurídicas cuando se visten de ministros. Varias de esas normas, hasta donde yo sé, establecen que el Gobierno no puede decidir unilateralmente lo que es el interés general y aún menos suplantar la identidad del Estado. No hace falta mucha erudición para concluir que es más beneficioso para el interés común defender el prestigio de las instituciones democráticas que denigrarlas en público por el simple hecho de que hayan mantenido, en la discusión sobre el estado de alarma, un criterio independiente.
La independencia es un concepto que solo se invoca cuando el Gobierno sale malparado. Si los pronunciamientos institucionales son complacientes con el poder establecido, se suele hablar de todo lo contrario. Pero el TC no ha ido por ahí, a pesar de las muchas presiones ejercidas sobre los magistrados del alto tribunal por el presidente Sánchez, la ex vicepresidenta Calvo, que en paz descanse, y el exministro Campo, que también lame sus heridas en el camposanto de los cadáveres políticos. El TC ha optado por tocarle las narices al Poder Ejecutivo recordándole que no puede hacer lo que le salga del moño, sin someterse al control parlamentario, ni siquiera en plena pandemia de coronavirus. ¡No, no! –han gritado al unísono todos los miembros del banco azul llevándose las manos a la cabeza– esa sentencia adolece de visión de Estado y está dictada por sicarios de la oposición sin legitimidad democrática o por simples legos que apenas alcanzan el rango de juristas de salón.
¿De verdad demuestran más visión de Estado quienes dejan a los pies de los caballos al cancerbero de las garantías constitucionales de nuestro ordenamiento jurídico que quienes defienden el principio de supeditación de la acción gubernamental al control del Parlamento? El ministro es un ser programado exclusivamente para defender la voluntad de su jefe, y allí donde haya un ministro tiene que haber una apología de la infalibilidad presidencial. Tras la sentencia del TC no había ninguna necesidad de hablar, pero si a los ministros les diera por hablar solo cuando sus palabras estuvieran justificadas, no hablarían nunca, o casi nunca. El oficio de los ministros, como el de los papagayos, es el de hablar mucho para cantar las excelencias de quien les nombró. Pincho de tortilla y caña a que en los próximos meses no callan ni debajo del agua. Nunca un presidente del Gobierno ha necesitado a tanto charlatán para justificar tanta altanería.