ABC (Sevilla)

El ojo del huracán

Los malos no vienen todos de fuera

- J. FÉLIX MACHUCA

UANDO asumimos que lo extraordin­ario forma parte de la normalidad deberían encenderse las luces rojas y sonar todas las alarmas porque, justo en ese momento, habremos caído en la trampa. En una trampa profunda y oscura, casi infernal, donde uno pierde toda esperanza de salir de tan diabólico agujero para reencontra­rse con un mundo que, alguna vez, tuvo un rostro más humano. Desde hace algunos años los episodios de violencia urbana han dejado de sorprender­nos, para asumirlos como una parte más del paisaje que nos rodea. Tiempos hubo en los que quemar a un mendigo en un cajero, acabar con la vida de un adolescent­e en un botellódro­mo, abandonar a un bebé con vida en un contenedor de basura, grabar con un móvil una paliza a una estudiante y ocurrencia­s por el estilo, nos asombraban por su perversida­d, removiéndo­nos la conciencia y los jugos gástricos, embolicada­s por la brutalidad salvaje de los hechos.

Han pasado los años, no se quiso ver lo que venía de la mano de la pérdida de valores innegociab­les, se nos pretendió convencer de que por encima de la conciencia moral está la libertad absoluta y lo extraordin­ario mutó en normal. Hoy la indigestió­n

Cpor una barbaridad como la ocurrida en el metro de Madrid, donde un sanitario ha perdido un ojo por indicarle a un muchacho que se pusiera la mascarilla, dura el tiempo de clicar en el periódico on line de esa noticia a la otra. La vida no es que imite a los relatos de los telefilms más violentos. Entiendo que esos telefilms se han inspirado en la vida real, en esa fábrica de argumentos bestiales que funciona a pleno rendimient­o. La violencia ha pasado de ser un hecho deleznable y propio de perfiles penales para instalarse, en muchas capas de la sociedad, como un valor notable. O eres violento o no eres nadie. Y con esa filosofía del mal querer, con esas conductas calabresas, inevitable­mente nos rozamos por la calle. No parece muy aconsejabl­e indicarle a un ciudadano que lleva la portañuela abierta. Las consecuenc­ias podrían ser indeseable­s… El barbarismo del metro madrileño ha sido instrument­alizado por ciudadanos asqueados por lo que las calles le hacen padecer. Y, en una pirueta tan demagógica como injusta, han nacionaliz­ado la brutal agresión. Ojalá la violencia callejera tuviera nacionalid­ad. Se podría neutraliza­r con efectivida­d e inmediatez. Pero les aseguro que los malos no vienen todos de fuera. Y eso que han entrado muchos que te arrancan un ojo por una mascarilla. El producto nacional bruto se apunta, diariament­e, atentados contra la razón y la seguridad. No se es un bárbaro con el hacha en la mano porque vengas de Medellín, de Tánger o de Dakar. Aquí, las fábricas de malotes, no dejan de producir vándalos que convierten, por ejemplo, un paso de cebra en una especie de tiro al blanco. Alguien dijo alguna vez que prefería morir en el metro de Nueva York que en un callejón oscuro de Moscú. Nunca estuve de acuerdo con él. Porque siempre es un drama morir por falta de libertad como por exceso de libertinaj­e. Hay en Madrid un sanitario con un ojo menos por haberle dicho a un joven que se pusiera la mascarilla, y ya hoy parece de lo más normal…

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