Me encantan las Olimpiadas
Pero igual habría que prohibirlas; su elogio del esfuerzo no es progresista
E
Lfútbol, el repetitivo duopolio MadridBarça con alguna cuña de Simeone, me aburre bastante. Pero en cambio me fascinan las Olimpiadas (sé que ahora hay que llamarlas ‘los Juegos’, pero prefiero la palabra del patrimonio sentimental de mi infancia). Por edad todavía hice la mili. Completada la fase de aprender a seudodesfilar y disparar, acabé en una oficina de un cuartel. Aquel año se disputó Seúl 88, los juegos del récord inhumano de Ben Johnson, descalificado porque iba puesto hasta la calva (como muchos de sus rivales, según se supo más tarde). Fue el verano del nadador Biondi y sus cinco oros, de la llamativa Florence Griffith, alias Flo-Jo, con sus larguísimas uñas, sus brochazos de maquillaje y sus plusmarcas vertiginosas. Dado que muchas citas estelares caían a horas intempestivas, algunos sorchos nos levantábamos de madrugada de los catres de la compañía y nos colábamos a ver la competición en la tele del desierto despacho del comandante. Pero un día –ay–, concluida ya la prueba que queríamos ver, nos quedamos dormidos en su alfombra. Imaginen el careto de nuestro úrsido comandante cuando llegó a currar y encontró a su tropa sopas en su despacho…
Si me permiten, voy a continuar con este rapto de nostalgia a lo abuelo Cebolleta. La mística de los Juegos me enganchó desde que a los ocho años me regalaron una ‘Historia de las Olimpiadas’. En aquel libro tocho supe del etíope Bikila, que ganó descalzo el maratón de Roma. De cómo el negro Jesse Owens ridiculizó el repugnante festival ario de Hitler en Berlín 36. Aprendí a admirar a Zatopek, ‘la locomotora humana’, y a otro fondista sin par, Paavo Nurmi. Luego viví las proezas de Nadia Comaneci y Mark Spitz, y desde ahí hasta Bolt, Phelps, Simone Biles… En 1992 me sentí orgulloso de mi país, capaz de armar con el esfuerzo de todos unos juegos formidables y de convertir una capital española, Barcelona, en un logo universal. Me gusta el ideario de fraternidad de Coubertin, y que los atletas de todo el planeta convivan en una villa olímpica. Me tocó la fibra ver desfilar ayer a países vapuleados, como Irak, con delegaciones que cabían en un taxi. Y por supuesto, el paseo de nuestro equipo, con su distintiva coña jovial y con Mireia y Craviotto portando la bandera, dos catalanes que se siente españoles con naturalidad, sin las gilipolleces que solemos soportar; dos máquinas de lo suyo con fachada de actores de cine. Planeo pegarme una panzada épica de tele viendo estas extrañas olimpiadas de Tokio, café o birra fría en mano. Recordaré también los principios que según Pierre de Coubertin distinguen al olimpismo: esfuerzo, juego limpio, el valor educativo del ejemplo, responsabilidad social, respeto por unos valores éticos universales. Uy… esfuerzo, respeto, valores universales… Alarma. Esto suena muy retrógrado. Es exactamente lo contrario de lo que nos inculcan desde el poder progresista de la ‘nación de naciones’, donde hoy lo correcto es el desprecio del esfuerzo, el relativismo moral y la sumisión genuflexa ante la antigualla separatista. Y así no se gana ni a las canicas.