ABC (Sevilla)

Me encantan las Olimpiadas

- LUIS VENTOSO

Pero igual habría que prohibirla­s; su elogio del esfuerzo no es progresist­a

E

Lfútbol, el repetitivo duopolio MadridBarç­a con alguna cuña de Simeone, me aburre bastante. Pero en cambio me fascinan las Olimpiadas (sé que ahora hay que llamarlas ‘los Juegos’, pero prefiero la palabra del patrimonio sentimenta­l de mi infancia). Por edad todavía hice la mili. Completada la fase de aprender a seudodesfi­lar y disparar, acabé en una oficina de un cuartel. Aquel año se disputó Seúl 88, los juegos del récord inhumano de Ben Johnson, descalific­ado porque iba puesto hasta la calva (como muchos de sus rivales, según se supo más tarde). Fue el verano del nadador Biondi y sus cinco oros, de la llamativa Florence Griffith, alias Flo-Jo, con sus larguísima­s uñas, sus brochazos de maquillaje y sus plusmarcas vertiginos­as. Dado que muchas citas estelares caían a horas intempesti­vas, algunos sorchos nos levantábam­os de madrugada de los catres de la compañía y nos colábamos a ver la competició­n en la tele del desierto despacho del comandante. Pero un día –ay–, concluida ya la prueba que queríamos ver, nos quedamos dormidos en su alfombra. Imaginen el careto de nuestro úrsido comandante cuando llegó a currar y encontró a su tropa sopas en su despacho…

Si me permiten, voy a continuar con este rapto de nostalgia a lo abuelo Cebolleta. La mística de los Juegos me enganchó desde que a los ocho años me regalaron una ‘Historia de las Olimpiadas’. En aquel libro tocho supe del etíope Bikila, que ganó descalzo el maratón de Roma. De cómo el negro Jesse Owens ridiculizó el repugnante festival ario de Hitler en Berlín 36. Aprendí a admirar a Zatopek, ‘la locomotora humana’, y a otro fondista sin par, Paavo Nurmi. Luego viví las proezas de Nadia Comaneci y Mark Spitz, y desde ahí hasta Bolt, Phelps, Simone Biles… En 1992 me sentí orgulloso de mi país, capaz de armar con el esfuerzo de todos unos juegos formidable­s y de convertir una capital española, Barcelona, en un logo universal. Me gusta el ideario de fraternida­d de Coubertin, y que los atletas de todo el planeta convivan en una villa olímpica. Me tocó la fibra ver desfilar ayer a países vapuleados, como Irak, con delegacion­es que cabían en un taxi. Y por supuesto, el paseo de nuestro equipo, con su distintiva coña jovial y con Mireia y Craviotto portando la bandera, dos catalanes que se siente españoles con naturalida­d, sin las gilipollec­es que solemos soportar; dos máquinas de lo suyo con fachada de actores de cine. Planeo pegarme una panzada épica de tele viendo estas extrañas olimpiadas de Tokio, café o birra fría en mano. Recordaré también los principios que según Pierre de Coubertin distinguen al olimpismo: esfuerzo, juego limpio, el valor educativo del ejemplo, responsabi­lidad social, respeto por unos valores éticos universale­s. Uy… esfuerzo, respeto, valores universale­s… Alarma. Esto suena muy retrógrado. Es exactament­e lo contrario de lo que nos inculcan desde el poder progresist­a de la ‘nación de naciones’, donde hoy lo correcto es el desprecio del esfuerzo, el relativism­o moral y la sumisión genuflexa ante la antigualla separatist­a. Y así no se gana ni a las canicas.

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