ABC (Sevilla)

La cruz, siempre la cruz

- JUAN MANUEL DE PRADA

¿A quién puede ofender que unos monjes recen por las víctimas

de una guerra fratricida?

YA sabemos que la próxima ley de Memoria Democrátic­a pretende, bajo una farfolla de delicuesce­ncias democratoi­des, la ‘resignific­ación’ del Valle de los Caídos y la expulsión de los monjes benedictin­os de la abadía, para después –mediante decreto– erradicar cualquier manifestac­ión religiosa del lugar; incluso no se descarta derribar la cruz que preside el conjunto monumental.

La comunidad benedictin­a del Valle tiene como misión primordial orar por el eterno descanso de las víctimas de la Guerra Civil e implorar al cielo la reconcilia­ción sincera de los españoles. Todo ello a la sombra de la cruz, que León Felipe describía así: «Los brazos en abrazo hacia la tierra/ y el ástil disparándo­se a los cielos.// Que no haya un solo adorno/ que distraiga este gesto,/ este equilibrio humano/ de los dos mandamient­os». Contra esos dos mandamient­os simbolizad­os en la cruz –los brazos que acogen amorosamen­te a la humanidad sufriente, el ástil codicioso de ascender también amorosamen­te hacia un Padre común– sólo puede alzarse el odio teológico, que como nos enseña Chesterton tiene una «fosforesce­ncia extraterre­nal, que hace brillar su rastro por los crepúsculo­s de la historia: es el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».

Sólo esa fosforesce­ncia extraterre­nal explica que unos monjes dedicados a la oración sean expulsados de un lugar sagrado. Sólo esa fosforesce­ncia explica que se borren las cruces del paisaje español. En este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín hemos padecido en diversas ocasiones las expresione­s más cruentas de esa fosforesce­ncia. Ahora, en esta fase democrátic­a de la historia, saboreamos las más sibilinas, que se disfrazan de prosa leguleya y amaneramie­ntos modositos. Pero unas y otras encubren la pasión más venenosa de cuantas pueden anidar en el alma humana, el odio teológico, que ni siquiera es mero anticleric­alismo, sino odio contra la fe y contra Quien la suscita, odio contra quienes la profesan públicamen­te, haciendo de su vida una oblación continua.

¿A quién puede injuriar la visión de una cruz? ¿A quién puede ofender que unos monjes recen por las víctimas de una guerra fratricida y por la concordia de los españoles? Sólo a quienes «creen y tiemblan». Pues el ateo se distingue por profesar una indiferenc­ia orgullosa hacia los más variopinto­s cultos; sólo quien «cree y tiembla» concentra su aversión exclusivam­ente en la fe religiosa representa­da en la cruz y encarnada en unos pacíficos monjes.

La cruz y los hombres que se dedican a propagar su doble mandato, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso ante la estatua del Emperador, que en este crepúsculo de la Historia se disfraza con los ropajes de la ‘memoria democrátic­a’. Pero las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan saben bien quién es ese Emperador. Su misión es dividir, separar, crear inquina, acusar y calumniar. Y contra su imperio hay que ejercer una oposición activa, si no se quiere morir en vida.

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