«Me dijeron que yo no era importante, y que ABC había negado públicamente que yo fuera su corresponsal»
ra a revisar el papel, menos a firmarlo. Antes de retirarme, en un descuido suyo, leí en ese documento su nombre completo: Teniente Ernesto Dávila Gallardo. El dato me servirá de algo. Ellos se cuidan mucho de que sus nombres no sean revelados; a este, al menos, lo ‘quemaría’ (expresión usada en Cuba cuando se refiere a alguien a quien se ha identificado, con nombre y apellidos, como colaborador o agente de la Seguridad del Estado o la policía). Terminamos el interrogatorio en menos de 20 minutos. Me devolvieron a la celda.
Además de mí, había tres hombres en las celdas aledañas, pero estos estaban por delitos comunes; los detenidos por las manifestaciones de la jornada anterior habían sido trasladados antes de mi llegada. «Eran muchísimos», reconoció uno de los carceleros cuando le pregunté directamente.
La celda era semioscura, solo iluminada por la lámpara del pasillo cuya luz atravesaba los barrotes de la puerta, tenía dos literas de cemento y una improvisada taza de baño en una de las esquinas que, por más agua que se le echara, expedía un hedor insoportable.
Había decidido no ingerir alimentos, solo agua; era mi forma de protesta. Tampoco tenía hambre, la impotencia me cerraba el estómago y la garganta. Sobre las 7 p.m. entendí que pasaría la noche en aquel lugar. Comencé a prepararme para lo peor.
Pasé el resto de la noche pensando en cuáles serían mis demandas para negociar el abandono de la huelga de hambre. En algún lugar había leído que se deben hacer entre tres y cinco. Yo solo pensaba en una: mi liberación inmediata. El sueño me vencía a cada instante, pensar demasiado y estar alerta cansa.
Huelga de hambre
Me dolía todo el cuerpo, había pasado la noche y parte de la mañana entre acostada y sentada en la cama de cemento, pues había rechazado el colchón que dan en las noches a los detenidos. Estaba más mugriento y hediondo que el baño. Durante la visita (que realizan diariamente los encargados de chequear las celdas y los detenidos, declaré oficialmente que estaba en estado de inanición voluntaria. En menos de media hora volvía a recibir la visita de Ernesto, le habían informado sobre mi huelga de hambre. En ese punto estaba ya demasiado molesta. Fue entonces cuando me comunicó que estaba siendo acusada de «desorden público», por mi participación en las manifestaciones del 11-J, que había vídeos y testigos que así lo corroboraban. Seguí negándome a declarar. Él insistía en hacerme sentir inferior, me exigía incluso que me refiriera a él como ‘oficial’.
No aguanté más y le dije: «Yo no le rindo pleitesía a ningún militar. No tengo más nada que hablar contigo, Ernesto Dávila Gallardo», le dije y se mostró sorprendido por mi descubrimiento y afrenta. Insistía en imponerse e intimidarme. Me levanté del asiento, abrí la reja y volví a mi celda. Ernesto iba detrás de mí amenazándome con acusarme además de ‘desobediencia’.
–Acúsame de lo que quieras, no tengo más nada que hablar contigo.
En ese punto, sabía que estaba en sus manos, las de la Seguridad del Estado, y que bajar la cabeza o ceder no era una opción. Debía demostrarles que nada de lo que me hicieran, que podía ser incluso una condena a prisión, me haría retroceder o callar, no les daría ese gusto.
Sobre las 6.30 p.m. tres oficiales de la SE, incluyendo a Ernesto, me sacaron de la celda. En un auto de matrícula privada cuatro hombres me condujeron a la estación de Acosta y 10 de Octubre. Allí volvieron a introducirme en una celda, esta vez en compañía de cinco mujeres. Poco antes, en medio del pasillo, Ernesto me dijo, con evidente cinismo y burla, que habían realizado un registro a la vivienda que rentaba, y habían decomisado todos mis equipos de trabajo y dinero.
Comprendí, por conocimiento de las leyes cubanas,
«Escuchando a mis compañeras de celda comprendí que el régimen sin quererlo me daba una oportunidad única»