«Allí estaba Carmen junto a sus hijas Carolina y Raquel. Las tres fueron golpeadas y tenían moratones por todo el cuerpo»
que mi traslado significaba una prolongación de la detención, la cual podría ser de un mínimo de 7 días, tiempo durante el cual ni siquiera se permite una llamada telefónica a los acusados.
Sin asistencia médica
Aunque para las autoridades cubanas sería fácil su identificación, por su protección, los nombres reales de las personas que me brindaron su testimonio no los voy a revelar. Ellas no hablaban con la periodista, sino con la compañera de celda. Allí estaba Carmen, junto a sus dos hijas, Carolina y Raquel, de 16 y 21 años de edad; las tres fueron salvajemente golpeadas al ser detenidas el 11-J, todavía tenían moretones en el cuerpo, la más joven apenas hablaba, pasaba el tiempo durmiendo, llegó a decirme que se obligaba a hacerlo, era la única forma de escapar de aquel encierro, y que no dejaba de pensar en la paliza que sufrieron. Las acompañaba en la celda Maricela, de 18 años. Venían juntas desde otra de las estaciones policiales de La Habana. Me llegaron a afirmar que ese día, el 11-J, compartieron celda con más de sesenta personas, en su mayoría jóvenes, algunos también menores de edad, «no había uno solo que no tuviera lesiones, pero a ninguno lo llevaron a ver a un médico».
Al tercer día, tuve dos interrogatorios de más de una hora cada uno, en la mañana y en la tarde noche, con una oficial que se identificó como capitana Raquel, Instructora Penal; negó ser de la SE, pero en el segundo interrogatorio la acompañó quien dijo ser su jefe y estaba vestido de civil (obvio que era de la SE), teniente coronel ‘Tony’; también a uno de los carceleros se le escapó un detalle: venían de Villa Marista, el cuartel general de la SE.
Hacían preguntas sobre mi supuesto delito. Yo respondía lo que me parecía conveniente o relacionado con el caso. Reconocí mi participación en las protestas del 11-J como reportera, como corresponsal en La Habana del diario ABC y como periodista de CubaNet. Volví a mi celda. Ese día sacaron a algunas de las detenidas y entraron a otras. Seguí indagando, había encontrado una forma de seguir haciendo periodismo, algún día podría contarlo, necesitaba aprovechar aquella oportunidad única.
Una de las nuevas reclusas era Norma, estaba embarazada, de unas 9 semanas, había sido detenida junto a su esposo, a quien ubicaron en una de las tres celdas de al lado. Ellos apenas se habían acercado a uno de los lugares de las protestas para saber qué había sucedido y, de paso, hacer algunas compras para el hogar. Su curiosidad les valió el arresto. Habían dejado a su hijo de 7 años al cuidado de un vecino. Llevaban más de dos días detenidos y no habían podido telefonear para saber de su pequeño o comunicarse con la familia. Norma estaba desesperada.
Además de la incomunicación con el exterior, la ausencia de información y procesamiento por los instructores penales, las detenidas sufrían la falta de café y cigarros, que pedían constantemente a los carceleros. A algunas sus familiares habían logrado pasarles aseo, con lo cual se beneficiaba el resto.
Caretas fuera
Dos interrogatorios más. Mis compañeras se quejaban, a mí me interrogaban demasiado y a ellas ni siquiera las habían procesado. La SE se interesaba por mi trabajo como periodista, cómo y cuánto cobraba, cómo eran mis relaciones familiares y personales, y otras cuestiones similares. Me negué a responder a la mayoría de estas preguntas, no tenían nada que ver con el delito que se me imputaba.
Ese día trasladaron a tres nuevas detenidas. Una de ellas era una señora de unos 45 años, había sido trasladada de otra estación y ya contaba 48 horas de arresto; la policía la había ido a buscar a su centro de trabajo con la justificación de que debía una multa.
Al día siguiente el desayuno fue pan