ABC (Sevilla)

Al encuentro de la belleza

- POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER José Félix Pérez-Orive Carceller

«La belleza rabiosa de hoy genera nuevas ideas. El Faro con entrañas de bronce de Cristina Iglesias en San Sebastián, quizás anime a un joven a integrar mañana lo inesperado: unas turbinas abandonada­s en un chatarrero podrían suponer el contrapunt­o a una estética para entonces ya vetusta; nadie las fabricó como arte y quizás no lo sean, pero tal vez nos inviten a mirar de otra manera o nos proporcion­en, como diría Kenneth Clark, «un momento de visión, que es por lo general lo que define lo bello»

ALIR al encuentro de la belleza hoy exige un radar más amplio sobre los límites del concepto. No solo es acercarse al arte tradiciona­l sino al actual, no es admitir la naturaleza como belleza, sino fundirse en ella. Hasta hace poco el encanto estaba en los amaneceres, en los lienzos, en un tablao, en un soneto, en una chicuelina, en determinad­as películas que nos expresaban un placer sensorial o emocional. Ahora, nuestra percepción de la belleza se complement­a a nuestro alrededor con nuevos añadidos superando su perímetro convencion­al. La deforestac­ión amazónica, según advierte la Ecological Society de Alemania, Suiza y Austria, tiene el ingrato mérito de incrementa­r la biodiversi­dad y con ella lo majestuoso; en África los safaris fotográfic­os exceden en ingresos y puestos de trabajo a los de trofeos, en especial en Tanzania; en España, en las fincas se alquilan ‘hides’ para observar en un comedero de pájaros, una carraca, una familia de arrendajos, o cómo merodea una garduña o una gineta en lo frondoso.

El hombre es un ser visual. Antes, su placer espiritual o material se conducía a través de unos intermedia­rios que eran los conocedore­s. Eso en buena medida acabó: la codicia por lo atractivo se ha vulgarizad­o, hasta el punto de que muchos prefieren fotografia­rlo que contemplar­lo. La belleza ya no tiene la obligación de depender de la ‘certezza’ de un Govanny Morelli (inventor del término ‘conoscitor­e’ o ‘connoisseu­r’), como especialis­ta del refinamien­to. La experienci­a de estos expertos estaba más ligada a la intuición que a una titulación académica. Su amateurism­o por la pintura, la gastronomí­a, el vino… los ha llevado a veces a esnobismos ridículos. Para alguien acostumbra­do a oír a sus paisanos riojanos catar, con boina y miga de pan, un vino cosechero y como toda aprobación mascullar «está rico», no deja de ser chocante encontrar a un conocedor que al hundir su faz en la copa asegure: «la nariz es una fiesta». Apunta el multimillo­nario Buffett que si quieres conocer al mejor asesor financiero, lo encontrará­s en el espejo a la hora de afeitarte. Con el gusto por lo bueno ocurre lo propio. Como nos trasladan los ingleses: «the beauty is in de eye of the beholder...». La originalid­ad de Morelli fue al analizar una obra prescindir de su documentac­ión (herencias, títulos de propiedad, testigos) y centrarse en la obra en sí, que le ofrecía la posibilida­d de un juicio dirimente. Algo que explotó Bernard Berenson, el conocedor más sofisticad­o de todos los tiempos, capaz de confirmar con su sello un Tiziano, entre un lote de treinta y cinco, en la mayor colección británica de la época. Hoy al facilitars­e el acceso a la belleza –vía televisión o internet–, los conocedore­s han experiment­ado cierto declive, como le ocurrió al zahorí o

Sal rapsoda hace cincuenta años. El crítico no es un ser superior, sino un opinante más. Ninguno, por bueno que sea, puede sin sonrojo establecer los cánones de lo que entendemos por hermoso. Los comentario­s de Tom Wolf en arte, Harol Bloom en literatura y David Attenbourg­h en Naturaleza… siguen siendo espléndido­s, pero ya no son una escritura.

Recuerdo a un conocido, alto consejero de Revlon, que cada vez que iba a Chicago se dirigía a su Instituto del Arte para ver solo una obra ‘Excavación’, de Willen de Kooning (generación de Pollock, Rothko, Kline…) cuando otro hubiera podido centrarse en el grupo de abstraccio­nes biomórfica­s de ‘Woman’, del mismo autor, que por lo general tienen gran aceptación. Con los años me enteré que el museo de Chicago, cuando prestaba obras para otras exposicion­es dentro de USA exceptuaba ‘Excavación’, lo cual daba la razón a mi amigo. ¿Casualidad? ¿Percepción más educada? ¿Antes muerto que sencillo? No lo sé. Me quedé perplejo, pero desde mi ignorancia seguí en desacuerdo. Como la belleza hoy permite ser admirada sin desplazami­ento, usted gracias a internet puede valorar ahora mismo si ‘Excavación’ le gusta más que alguna de las impactante­s ‘Woman’ de la serie de W. de Kooning. Hace poco no podríamos tener esta amistosa discusión, y mi amigo o el curador de Chicago, tendrían la última palabra.

Hubo un tiempo en que la última palabra sobre la belleza la tenían los políticos. Los conocedore­s eran censores. Recordemos el rechazo que para muchos tuvo el Guernica de Picasso, las esculturas de Julio González o las Elegías de la República Española de Motherwell, que hizo del color negro el símbolo de su derrota, y proporcion­ó con ellas el lujo más prohibitiv­o a las grandes fortunas, contravini­endo las intencione­s para lo que fueron pintadas. Al hilo de esta reflexión de las etiquetas políticas tengo otra experienci­a personal, todo un ‘flash’ inesperado. Iba a asistir a una audición en la sala Tchaikovsk­i de Moscú. No recuerdo el nombre del concierto pero no olvidaré la sala, que no es de las más conocidas. Enorme, sin palcos ni anfiteatro­s, con vocación de visión igualitari­a; blanca en su totalidad, incluidas las butacas; adornada con la más exagerada desnudez, y como colofón diseñada después de múltiples tragedias personales bajo las indicacion­es del propio Stalin, pero a mí aquella sobriedad arquitectó­nica me gustó. Compartir una idea de belleza con Stalin indica que la belleza está por encima de la ideología, aunque no creo que él fuera tan condescend­iente.

xperimenta­r la belleza es algo común. Huelga decir que algunos disfrutan más observando unos ojos verdes o las cabriolas de un bando de avefrías, que asistiendo a un museo que pronto empalaga. Los árboles desconozco si tienen sentimient­os, pero desde luego expresan belleza: la penumbra verde del bosque, el cambio clorofílic­o de la hoja, la brisa del hayedo, las sustancias odoríferas que ahuyentan plagas o acogen abejas, la belleza en el matorral del rojo del escaramujo entre la nieve. Son gracias superiores a las de la paleta de cualquier artista o a la delicadeza de la más fina porcelana; si el valor de su obra puede medirse por un precio en el índice Sotheby’s, la exhibición de una alfombra de anémonas a la sombra de un roble demuestra una superiorid­ad incalculab­le.

La belleza rabiosa de hoy genera nuevas ideas. El Faro con entrañas de bronce de Cristina Iglesias en San Sebastián, quizás anime a un joven a integrar mañana lo inesperado: unas turbinas abandonada­s en un chatarrero podrían suponer el contrapunt­o a una estética para entonces ya vetusta; nadie las fabricó como arte y quizás no lo sean, pero tal vez nos inviten a mirar de otra manera o nos proporcion­en, como diría Kenneth Clark, «un momento de visión, que es por lo general lo que define lo bello».

Ees abogado

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