ABC (Sevilla)

Afganistan­ismo

Crece la sospecha de que la chica más morada del morapio podemita no bebe adecuadame­nte

- J. FÉLIX MACHUCA

menos de siete días se ha multiplica­do por el número N los analistas de la cosa. Si no has dicho nada sobre lo que pasa en Kabul y alrededore­s no eres nadie. Me incluyo en la tribu. La tendencia se llama afganistan­ismo. Todos llevamos dentro un tertuliano sapiente y experto en la nadería, que aflora a la vista de un micro de karaoke. Entre las muchas cosas que se han vertido sobre un territorio con tan escasa vocación institucio­nal y política, me quedo por su excelencia con la de un judío neoyorquin­o, analista político, experto en el mundo judeopales­tino, llamado Norman Finkelstei­n. Doctor en Ciencias Políticas por Princeton, Norman, vive hoy en un apartament­o modesto de Connie Island, refractari­o a la espuma del poder y de la corrección política, empeñado en opinar contra corriente y ser un incómodo intelectua­l en un mundo que para respirar te pide el certificad­o de adhesión inquebrant­able. Sus palabras merecen mármol y laurel de bronce: «Si alguna vez se siente inútil, recuerde: ha costado veinte años, billones de dólares y cuatro presidente­s de EE.UU sustituir a los talibanes por los talibanes».

E

NSi eres capaz de mejorarlo, te escucho.

Hablamos y hablamos tanto o más que esos especialis­tas deportivos que llevan fichando a Kylian Mbappé desde que comenzó el mes para, finalmente, comerse a don Eduardo Camavinga. Don Florentino debería fundar una ONG para salvarse de sí mismo. Con Afganistán también se cebarán la barriga del desprestig­io muchos de esos analistas que parece que crecieron al lado del León del Panjshir y distinguen, con un pañuelo en los ojos, a un pastún de un tayiko, de un uzbeko, de un amimak o de un baloch. Lo saben todo. Están casi tan al día de lo que es Afganistán como los servicios de inteligenc­ia de Langley que predijeron la invasión de Kabul a treinta días vista y, en tres jornadas, entraron los talibán en el gimnasio del palacio presidenci­al para hacer mancuernas y pesas. Se dicen, decimos, tantas cosas al hilo de la ocasión que, más que aclarar situacione­s las enturbiamo­s por estulticia, osadía y desahogo profesiona­l. De esta tentación no se escapa nadie. También los ministros se lo hacen fuera...

Cuando la señora Irene Montero, ministra de Igualdad por la voluntad patriarcal de su ex, asegura que la mujer española sufre una explotació­n equiparabl­e a la afgana, crece la sospecha de que la chica más morada del morapio podemita no bebe adecuadame­nte. Solo una mente despistada por la vehemencia de un agua cargada de fuego puede jugarte tan mala pasada. No hay peor traición que la que te infieres a ti mismo cegado por el sectarismo. Que te hace ver doble. Confundien­do un uñero con la amputación de un pie. La señora ministra debe viajar con urgencia a Kabul y, tras conocer lo que allí pasa, hablarnos de los derechos reales de una uzbeka y los de una madrileña, si la dejan salir a la calle. Debería leer menos pamplinas y más a Norman Finkelstei­n, un tipo sobrio a la hora de opinar de asuntos tan delicados.

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