∑Este centro paquistaní, a 60 kilómetros de Peshawar, es referente en la formación sobre la ‘guerra santa’
∑Dos de los líderes talibanes y el de la temida Red Haqqani estudiaron en la madrasa Darul Uloom Haqqania
n la madrasa Darul Uloom Haqqania se respira euforia tras la victoria militar de los talibanes en el vecino Afganistán. «Llega la paz después de 40 años de guerra, han tenido que pelear muy duro, pero la yihad ha dado sus frutos y son libres. Las más grandes potencias se unieron contra ellos, pero gracias a la ayuda de Dios han vencido», explica el maulana Hamid ul Haq Haqqani, uno de los máximos responsables de este centro situado a 60 kilómetros de Peshawar, muy cerca de la frontera. El abuelo de Hamid fue el fundador en 1947 y su padre, Sami, el responsable de convertirlo en el epicentro de la formación sobre la yihad (guerra santa). 74 años después de su nacimiento recibe el sobrenombre de ‘universidad de la yihad’ y si tuviera en su acceso principal una orla con sus estudiantes más laureados, en ella figurarían dos de los tres líderes que han tenido los talibanes o Jalaluddin Haqqani, fundador de la temible red Haqqani, responsable de los más brutales atentados de las últimas dos décadas, que decidió poner a su grupo el nombre del lugar en el que se formó.
De estas aulas salieron el mítico mulá Omar, primer líder talibán, y su sucesor, el mulá Ajtar Mansour, asesinado por el misil de un avión no tripulado en 2016. «No se trata de ningún centro de entrenamiento militar, ni mucho menos. Esto es un centro de formación espiritual y religiosa y así lo ha sido desde su apertura en 1947. La yihad, la guerra santa, es una parte clave del islam y por eso le dedicamos un espacio importante en nuestro programa. Yihad como concepto defensivo ante el ocupante, en Afganistán, Palestina o Cachemira. Nuestros alumnos afganos, desde el mulá Omar a todos los demás, aquí han profundizado en la yihad y lo han puesto en práctica tanto durante la invasión de la Unión Soviética como en la de Estados Unidos, en ambos casos la fe ha podido con dos superpotencias», explica como un torbellino que no deja un segundo libre entre palabra y palabra el maulana Hamid. Cuando
Eél habla, todos escuchan en la sala. Es como el faro de los furtivos cuando salen a cazar por la noche y ciegan a sus presas, que se quedan inmóviles. Te atrapa. Hamid, exparlamentario entre 2002 y 2007, compagina este cargo con la presidencia del partido Jamiat Ulema e Islam. Luce un pañuelo gris en su cabeza que no deja de retocarse cada vez que siente que se le mueve de lugar.
Las miradas de desconfianza al extranjero entre algunos de los estudiantes que se asoman a las ventanas del despacho principal se convierten en sonrisas cándidas en cuanto perciben que el recién llegado es un invitado de Hamid ul Haq y comparte conversación directa con otras figuras del centro como Rashid Haqani o el maulana Yousaf Shah. El tono de la reunión no puede ser más cordial. Sirven agua fresca, zumo, galletas, bizcocho y té con leche, que se bebe a sorbos desde el platillo, no de la taza. «No son como los de los 90, informa a Occidente que los talibanes han aprendido que no pueden vivir aislados, quieren tener relaciones diplomáticas con India, China, Rusia… tener medios de comunicación y vivir en paz», comenta Hamid.
Miles de estudiantes pobres
Akora Khattak es una localidad rural de 45.000 personas situada a las puertas de la zona tribal que separa Afganistán de Pakistán. Hay una frontera que separa a los dos países y a las familias de etnia pastún que viven a ambos lados de la línea divisoria. La madrasa es un centro formado por varios edificios de construcción humilde en los que estudian y viven de manera gratuita 4.000 estudiantes, la mayoría de familias muy pobres y gran parte de ellos refugiados afganos.
Los más pequeños empiezan a memorizar el Corán con apenas cinco años y las jornadas lectivas se pueden alargar hasta las 12 horas. «Necesitan una media de dos años para memorizarlo», comenta un profesor en el centro de una pequeña aula en la que tiene a 35 niños arrodillados y pegados el uno al otro. Estudian bajo el rugido de un ventilador y el mantra de la lectura de unos versículos que recitan de memoria sin saber su significado porque nadie habla árabe. Mueven los pequeños cuerpos sin parar, como si cada vez que bajaran la cabeza las palabras del Profeta les fueran a entrar con más facilidad. Te miran, pero no te ven, viven en un mundo paralelo centrado en el Corán.
Los niños estudian en las aulas que rodean a una pequeña mezquita de color verde. No hay ningún parque o patio de recreo, solo tienen un pequeño cementerio en el que descansan los restos de Maulana Sami ul Haq, el padre de Hamid, que se ganó el apodo de ‘padre de los talibanes’ por la cantidad de alumnos que envió a la yihad en el vecino Afganistán y que fue brutalmente asesinado en Rawalpindi en 2018.
Los estudiantes mayores ocupan un edificio de color rosa que tiene la biblioteca en su parte inferior, con miles de títulos repartidos entre religión y política. La siguiente planta está dedicada al estudio y en la clase principal 2.000 alumnos escuchan con atención y abanicos las palabras de un maestro cuya voz cae como un martillo sobre los acalorados estudiantes. Solo hay que fijarse en el mar de chancletas de la parte exterior para hacer un cálculo de la sobrepoblación de la clase. El ciclo educativo de estos jóvenes es de ocho años y al concluirlo pueden hacer otros dos complementarios para alcanzar el grado de muftí.
En Pakistán hay más de 30.000 madrasas vinculadas a cinco grandes sectas, desde la deobandi, como la de Darul Uloom Haqqania, hasta salafistas. Estas instituciones están en el ojo del huracán porque desde Occidente se les acusa de ser escuelas de militantes, pero las autoridades locales son incapaces de frenar su expansión e incluso en muchos casos subvenciona los centros.