Septiembre
La otra madrugada quise oír un bramido; tenue como el frescor a estas horas donde aún se puede andar por el mundo en estas sierras del sur. Mi caballo, pese a la grave lesión en su pata, avanza despacio quizá también para congraciarse conmigo que sigo sin estar invencible sobre mi montura como lo era antes de pasar por la cuchilla.
Zamarrean sus cencerros las vacas en su sesteo perpetuo por los agostados rastrojos de cereal y tremosilla. Un cochino adulto cruza entre ellas sin inmutarse camino de un último bocado o quizá, de dejar de pasar peligros en su perpetua pelea por la supervivencia. Va erguido y soberbio. Ancho de pechos y escurrido de ijares. Es de esos marranos arochos o, como los llaman aquí, serranillos. Barreado de escudos a corvas para protegerse de parásitos y derrotes. Absolutamente ágil y regio, como son los que se sienten gallardos de estar rodeados de naturaleza pura.
En otro lugar cercano una cierva picotea mientras su gabato corretea incansable a su alrededor sintiéndose veloz y altanero. Talibán horquilló haciendo suyos mis ojos, pues a los dos nos dieron ganas de ser alguno de aquellos compañeros de mañana. Le palmeé, pues ambos sentimos lo mismo, y en el frescor de septiembre le prometí en alto: pronto estaremos de vuelta.