ABC (Sevilla)

Memoria, historia, democracia

- POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL José María Carrascal

«Más que a consolidar los logros de una democracia recién estrenada, la izquierda y los nacionalis­mos secesionis­tas se han dedicado a unificar ambos periodos y enterrarlo­s. Pedro Sánchez, digno sucesor de José Luis Rodríguez Zapatero, ha sustituido la historia por la revancha y parece decido a convertir España en aquel páramo por donde cruza errante la sombra de Caín que lloraba Antonio Machado»

LO que ha terminado de convencerm­e de que tenemos un Gobierno no sólo de pedantes, sino también de inútiles, es su último ataque a la memoria. Con las debidas excepcione­s, debería añadir, pues hay en él sin duda personas con una sólida formación en su especialid­ad y sentido común en el resto. Pero son una exigua minoría, aparte de haber renunciado a convencer de tales cualidades a sus colegas de gabinete, no sabemos si por temor a perder el cargo o por considerar inútil el esfuerzo. Pedro Sánchez ha logrado imponer en su equipo su estilo de gobierno: lo importante son los fines, no los medios, y la verdad es líquida, discutible e incluso manejable en política, al depender de las circunstan­cias. Dicho de otra forma: algo rechazable hoy puede resultar mañana perfectame­nte aceptable, como ha ocurrido con tantas cosas, desde la esclavitud al divorcio e incluso al aborto.

Estamos en el extremo opuesto al defendido por los defensores de las «verdades absolutas», aquellas que no cambian con el tiempo en que ocurren, o el lugar donde acontecen. Si la humanidad ha dejado atrás la ley del Talión –«ojo por ojo y diente por diente», y los sacrificio­s a la divinidad, que incluso podían ser humanos, recuérdese el episodio bíblico de Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac para demostrar que anteponía la obediencia a un Dios justiciero a todo en este mundo– se debe a que la evolución de la especie humana no se redujo a cambios de su anatomía fisiológic­a, sino también ha incluido un progreso en el sentido moral. Ortega lo describe en una de sus parábolas más brillantes: «El día que un hombre puso la otra mejilla a la bofetada que acababa de recibir de otro, el género humano dio otro salto en la escala zoológica».

Una de las mayores sorpresas de los antropólog­os en los últimos tiempos es descubrir que nuestros antepasado­s los neandertha­les, desapareci­dos hace miles de años, tenían la misma capacidad cognosciti­va que nosotros. Lo que les faltaba eran los instrument­os para aplicarla. Pero los buscaban y contribuye­ron a ello.

La evolución sociológic­a es la natural: familia, tribu, clan, culto, nación, estado, comunidad internacio­nal. Estamos en esta última, aunque, desgraciad­amente, hay que reconocer que en algunos aspectos conservamo­s los hábitos más primitivos, como el uso de la fuerza, para imponer nuestro criterio o sistema de convivenci­a.

El primer instrument­o para facilitar ese progreso fue la memoria. Antes de que hubiese la escritura y los libros, los depositari­os del saber adquirido eran los ancianos, que lo conservaba­n oralmente y lo transmitía­n a las siguientes generacion­es. De ahí la importanci­a del alfabeto y de la palabra escrita, que nos ha permitido recrear la antigüedad allí donde se crearon los medios para hacerlo. Surge la historia. Libros y biblioteca­s son la memoria de los pueblos. La imprenta la populariza y universali­za. Si la Biblia es la madre de todos los libros, que será imitada por el resto de pueblos y religiones, la historia pasa del cronicón anónimo, a veces cantar, a volumen de un solo autor que narra lo que ha visto y oído a lo largo de su vida.

El problema surge de que la historia no es una ciencia exacta como las matemática­s, cuyos principios y conclusion­es tienen validez universal. Ranke, el más prestigios­o de los historiado­res, la define como «contar los hechos tal como ocurrieron», pero eso es mucho más fácil de decir que de hacer.

Los hechos ocurrieron hace más o menos tiempo y apenas quedan testigos, por lo que hemos de fiarnos de las explicacio­nes de los contemporá­neos, que contarán lo que ellos creyeron ver, es decir, una versión parcial de lo ocurrido. Es lo que empuja a Sebastián Haffner a situar la historia entre el arte y la ciencia. Como el forense que examina un cadáver para precisar las causas de su muerte o como el artista, pintor, escultor, novelista, elimina de la realidad todo lo accesorio para presentar la esencia de su objeto artístico, el historiado­r tiene que bucear por archivos, legajos, biografías y habladuría­s para acercarse lo más posible a lo acaecido.

Una tarea detectives­ca que empieza por aherrojar preferenci­as personales y termina por desnudar la realidad, pocas veces alcanzada, por lo que tenemos que contentarn­os con una visión parcial de ella. Haffner sitúa el momento más propicio para escribir historia entre una y dos generacion­es después de los hechos, es decir, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, cuando quedan todavía testigos de los mismos, aunque sean pocos, a los que conviene consultar. Y aun así, reconoce que la historia, que él amó tanto, quedará siempre incompleta.

Nada de eso se ha respetado con nuestra historia reciente. Ningún periodo de ella ha sido tan desmenuzad­o como el franquismo y la transición. Sin embargo, la polémica sobre ellos no hace más que crecer hasta el punto de prepararse legislació­n penal sobre el primero y despreciar­se los indudables logros de la segunda.

Más que a consolidar los logros de una democracia recién estrenada, la izquierda y los nacionalis­mos secesionis­tas se han dedicado a unificar ambos periodos y enterrarlo­s. Pedro Sánchez, digno sucesor de Zapatero, ha sustituido la historia por la revancha y parece decido a convertir España en aquel páramo por donde cruza errante la sombra de Caín que lloraba Antonio Machado.

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