El Ministerio del Interior prohíbe las «protestas ilegales» en el país
Pequeñas marchas de mujeres que piden su inclusión en el Gobierno desafían la orden
nes, hay tayikos, uzbekos, hazaras, baluches… no pueden formar un gobierno solo de pastunes y talibanes, sin presencia de mujeres y pensar que la gente de Kabul lo puede aceptar. Aquí van a tener problemas», comenta este joven que ha tenido que adaptar su apariencia a los nuevos tiempos y luce ya una barba importante. A diferencia de lo sucedido a finales de los noventa, de momento los islamistas no han impuesto la barba, pero todos piensan que no tardará en llegar esa medida.
Restaurantes, tiendas, centros comerciales… todo está abierto, pero se ve poca gente en lugares céntricos como Shar-e-Naw y casi ninguna mujer. «Hay una sensación extraña en el ambiente y muchos prefieren salir lo menos posible porque no se adaptan a los modos de los talibanes», explica Arsalan. Según baja el sol la poca gente desaparece y Kabul es un desierto negro. Sin iluminación pública y con los problemas de electricidad, la noche es mucha más noche. Solo quedan los talibanes, que no bajan la guardia. Han necesitado veinte años para recuperar el poder y lo agarran con toda su fuerza.
El Gobierno interino talibán ya está en marcha y una de sus primeras medidas fue prohibir las «protestas ilegales». Las autoridades islamistas no quieren que se repitan imágenes como las del martes, con miles de personas gritando contra los talibanes, contra la injerencia de Pakistán y a favor de la resistencia del Panshir. En esa ocasión las nuevas fuerzas del orden dispersaron a los manifestantes con disparos al aire y detuvieron a varios periodistas que cubrían estas movilizaciones lideradas por mujeres.
De todas las atribuciones que el Artículo II de la Constitución de 1787 reconoce explícitamente a los presidentes de EE.UU., la política exterior es donde los ocupantes de la Casa Blanca gozan de una mayor autonomía, en su doble condición de máximo responsable diplomático y comandante en jefe militar. Desde Truman, y el arranque de la Guerra Fría, todos y cada uno de ellos han caído en la tentación de formular una gran doctrina unificadora para justificar el lugar que EE.UU. debería ocupar en el mundo.
Desde el fiasco de retirada de Afganistán, y al margen del consenso bipartidista forjado desde el 11-S a favor de una proyección exterior más agresiva y expedicionaria, empieza a emerger la doctrina Biden para explicar qué se puede esperar a partir de ahora de la política exterior de EE.UU. En este nuevo capítulo, la Administración Biden se presenta muchísimo más interesada en la competición entre grandes potencias (Rusia, pero sobre todo China) que en mantener prolongados despliegues militares con nulos resultados.
«La decisión sobre Afganistán no es sólo sobre Afganistán. Es sobre terminar una era de grandes operaciones militares para rehacer otros países», ha explicado el presidente para justificar una decisión de retirada no compartida por el ‘establishment’ internacionalista, tanto americano como europeo, demócrata o republicano, del que Biden ha formado parte durante décadas. A su juicio, existe una mejor forma de proteger los intereses globales americanos a través de una combinación de diplomacia, limitadas misiones antiterroristas y el uso de la fuerza militar solamente cuando sea estrictamente necesario.
La prueba de fuego para esta doctrina va a ser contrarrestar la narrativa sobre el percibido declive de EE.UU. y que el futuro pertenece a regímenes autoritarios y nacionalistas como los liderados por Xi Jinping o Putin. Para ello, la Casa Blanca tendrá que lograr la recuperación económica y el control de la pandemia sin sobrepasar las líneas rojas de una democracia liberal. El lema reciclado de esta nueva política exterior puede volver a ser ‘the economy, stupid’ (‘la economía, estúpido’).
Los fundamentalistas no quieren que se repitan protestas como la del martes, que dispersaron con disparos al aire