Flores a las víctimas en Pensilvania
Biden y su esposa asisten a la ceremonia en la que se depositarán flores en recuerdo de las víctimas en el Memorial Nacional del Vuelo 93 en Shanksville (Pensilvania).
El atentado terrorista puso en marcha una serie de movimientos que cambiaron el mundo y la posición de EE.UU. en él. La reacción inmediata fue la de vengar las muertes y la humillación a toda costa. Para ello hubo consenso político, empuje de la opinión pública, despertar patriótico –decenas de miles de jóvenes se alistaron en el Ejército– y el hambre de poder y de negocio con el que se alimentaron de forma mutua los ‘halcones’ de la política exterior y el complejo militar-industrial. En la vida privada los estadounidenses, y con ellos el mundo, aceptaron el precio de redoblar la seguridad en la vida común –aeropuertos, viajes, registros– y someterse a un control ‘orwelliano’ de sus comunicaciones.
Guerra contra el terror
EE.UU. se embarcó en dos guerras en países lejanos, en pedregales y desiertos, entre conflictos tribales y étnicos centenarios, entre fanatismo y pobreza. De ellas salió humillado. La una, en Afganistán, para acabar con el refugio de los terroristas que les atacaron y sus protectores, los talibanes. La otra, en Irak, por la existencia de armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein que luego se demostraron inexistentes.
Estas guerras de décadas sangraron a EE.UU., a las familias de los militares y a las arcas públicas. Y sus resultados fueron nefastos: en Irak, la asfixia al Gobierno de Husein abrió la puerta a Daesh e impulsó la influencia de Irán en la región. La humillación en Afganistán –controlado ahora por los talibanes, con una salida sonrojan y rematado por un ataque terrorista que costó la vida a trece estadounidenses– está muy fresca.
En ese proceso, EE.UU. también ha cambiado de puertas adentro. La crisis financiera de 2007-2009 –los oficinistas de Nueva York no salían por ataques terroristas, sino despedidos por los abusos del sistema, con sus pertenencias en cajas de cartón– redobló la desconfianza hacia las elites. De ese caldo salió Donald Trump, empujado por la idea de que EE.UU. debe dejar de ser ‘el policía del mundo’ y centrarse en beneficiar a sus propios ciudadanos. El actual presidente, Joe Biden, ha reafirmado esa política. Como ha escrito Stephen Wertheim en ‘Foreign Policy’, «veinte años después, el 11-S rompió la pretensión de EE.UU. de ser indispensable a nivel global».
Esa pretensión la tiene ahora China sin complejos, y Biden preside hoy un aniversario con EE.UU. en retirada y, a su vez, sin sacudirse la pandemia de Covid-19. Hoy se guardará silencio seis veces por los cuatro aviones estrellados y el derrumbe de las dos torres. Y tañerán las campanas de las iglesias de EE.UU. Será la tristeza de siempre, pero con un nuevo pesimismo sobre el lugar del país en el siglo XXI.