Afganistán fue el pasado año el país más golpeado por el terrorismo islamista, que se propaga por el Sahel y se multiplica a través de filiales y alianzas regionales y locales
Veinte años después de los pavorosos atentados del 11-S, la amenaza del terrorismo islamista no solo sigue presente, sino que se multiplica y se extiende. A Al Qaida, responsable de aquella matanza, se le ha sumado Daesh (Estado Islámico), aún más radical y cruel, mientras que los talibanes, que nunca dejaron de luchar y mantuvieron gran implantación, han logrado imponer de nuevo su ‘emirato’ rigorista en Afganistán.
En estas dos décadas Estados Unidos y sus aliados han tratado de extirpar el yihadismo, entre otras vías, a través de operaciones militares sobre el terreno, no solo en el caso afgano, sino también en Irak o Siria. Liquidaron a Osama bin Laden en Pakistán en 2011 y acabaron con el ‘califato’ de Daesh y su fundador, Abu Bakr al Bagdadi, con lo que las centrales de las grandes multinacionales del terror quedaron mermadas. Sin embargo, se han adaptado a las circunstancias y, como monstruos de múltiples cabezas, se expanden a nuevos territorios a través de franquicias y alianzas regionales, ganando terreno en países que nunca antes se habían enfrentado a este desafío.
El pasado año se cometieron en el mundo 2.350 atentados islamistas en los que murieron 9.748 personas, frente a las 1.535 acciones y 9.262 víctimas de 2019, según el último anuario del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), creado por el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite).
Aunque Biden ha justificado la retirada de Afganistán en que ya se ha cumplido el objetivo de que no sirviera de base para que los terroristas atacaran a EE.UU., el país centroasiático viene siendo en los últimos tiempos, con diferencia, el más golpeado por el horror yihadista. Cerca del 40 por ciento de todos los atentados de este tipo cometidos el año pasado, 919, fueron en suelo afgano, que también se llevó la peor parte en número de muertos, con 3.959.
Desde su desalojo del poder en 2001, los talibanes han mantenido el control sobre partes importantes del territorio afgano y gran apoyo de la población. Tras la firma del acuerdo de Doha con EE.UU., el movimiento fundado por el mulá Omar siguió atacando en acciones relámpago puestos de control de policías, soldados y milicias progubernamentales, así como bases militares o campos de entrenamiento. Según anotaba el Observatorio en su informe ya antes del caos de agosto, la decisión de los líderes fundamentalistas «de no mostrar batalla frente al poder militar de