Ocho encapuchados ocho
«La versión de la víctima homosexual de dos delincuentes homosexuales encajaba como anillo al dedo en la sangrante caricatura que el progrerío viene haciendo del tercer partido de España. Por eso les faltó tiempo para señalar a Vox con el índice y hacerlo responsable»
CÉNTRATE, verificadora, y atiende. En Malasaña se cometió un delito contra un joven gay. A saber: le infligieron diversas lesiones al muchacho cuando mantenía relaciones sexuales con dos tipos. Que estas fueran consentidas no borra el carácter delictivo, solo atenúa la pena prevista. Basta echar un vistazo al Código Penal. Además, como ha subrayado la policía, hay que tomar con pinzas los consentimientos prestados en el marco de un intercambio de sexo por dinero. Porque una cosa es consentir en montárselo con dos –que allá él– y otra es que con ello acepte cuanto pueda ocurrir.
Es un caso de prostitución sin tráfico humano ni proxeneta. Lo razonable es presumir que la víctima accedió simplemente a las relaciones sexuales. Cualquier avenimiento o aquiescencia a sufrir lesiones humillantes habrá que mirarlos con lupa, toda vez que se produjeron en circunstancias de sometimiento, en una clara posición de inferioridad física. Y en el borroso contexto moral de la broma sobrevenida, del ay que te lo hago, del triste juego. Una extensión donde seguro que había dos sádicos pero no necesariamente un masoquista. Apoya tal presunción todo lo que siguió, previsible de haberse formado el joven una idea de la situación; las heridas tienen consecuencias: dolor, necesidad de atención médica, problemas para justificar las huellas de lo sucedido ante su pareja, que ignoraba la actividad remunerada del novio.
Un mal manejo de dichas consecuencias por parte de la víctima (que lo es, repito, aunque consintiera) encendió la chispa de esos fuegos de artificio con que periódicamente el progrerío complace su voluptuosa bondad de pacotilla. Los sospechosos habituales saltaron a las redes antes que nadie y arrojaron sus manidos adjetivos, a ver si pillaban el noticiario a tiempo. Casi nadie se dijo «un momento, ya lo lamentaré después de una reflexión». Y bien que el caso la merecía,
Estaba claro que la primera lesión grave que iba a sufrir la izquierda española sería de tipo moral y cognitivo, y tendría que ver con la muerte de la verdad
porque el país más abierto del mundo a la homosexualidad se había convertido de pronto en Rusia, donde grupos de indeseables propinan palizas de muerte a gais y lesbianas. Por supuesto que en España puede haber algún indeseable que quiera hacer lo mismo. Y, apurando, el indeseable puede contagiar a otros. Tres tipos encapuchados, pongamos por caso, grabándole un insulto en las nalgas a alguien a punta de navaja ya sería un hecho lo bastante preocupante como para que la policía buscara de inmediato a la repentina célula de facinerosos. Pero ocho encapuchados ocho, a plena luz, era una gravísima novedad. Ocho es un grupo organizado. Hete aquí, sin embargo, que la versión de la víctima homosexual de dos delincuentes homosexuales encajaba como anillo al dedo en la sangrante caricatura que el progrerío viene haciendo del tercer partido de España. Por eso les faltó tiempo para señalar a Vox con el índice y hacerlo responsable. Entre los acusadores irreflexivos estaban, por supuesto, varios miembros del Gobierno.
Llegados a este punto ya había materia suficiente para un serio debate sobre los términos de la lid política. Quién iba a imaginar la descarga de material nuevo que nos esperaba. La víctima no revelaba la verdad de la agresión sufrida por las razones expuestas, que tienen que ver con la vergüenza y que resultan del todo comprensibles. Con el colmillo algo más retorcido no habría inventado ocho fascistas violentos ocho. Habría inventado dos. Pero la cifra de agresores se parecía demasiado a la verdad que intentaba ocultar. También fabuló las injurias que cabía esperar de unos cafres con los rasgos de sus personajes. Entre tanto, las condenas con señalamiento político contenían sus propias falsedades, como un aumento en los delitos de odio por orientación sexual que no se compadece con las cifras oficiales ofrecidas por el Ministerio del Interior: 278 casos en 2019 y 277 casos en 2020. Pero el primero que hablaba de incrementos, que daba porcentajes, era el mismísimo ministro del ramo. Alguien conocido, dicho sea de paso, por echar gasolina a cualquier foco de incendio del que tiene noticia. Alguien que calienta el ambiente. Un hooligan que ya demostró su temeridad cuando el linchamiento de los manifestantes de Ciudadanos en aquel día del Orgullo, para filtrar después un informe falso al principal medio del régimen, que lo sacó en portada a ver si escondía lo que había ardido.
Es más, fuentes policiales comunicaron a este diario que el ministro estaba informado de las sospechas acerca de la declaración de la víctima. Él lo niega y, como suele, intenta descargar su responsabilidad personalísima, y de cariz político, en los uniformados, que trabajan sin los prejuicios de su jefe y cumplen siempre con su trabajo. Admitiendo que todo el resto de vociferantes fueran ajenos a estas sospechas, Marlaska sería el único malintencionado. Los demás pecarían de alocadas histerias y de prejuicio crónico. Lo sabido. Solo tendrían que enmudecer y pedir disculpas cuando llegara la verdad. Pero no.
La verdad llegó y no fue admitida. La verificadora en jefe de las noticias ajenas –entre otros periodistas pardos a la vera de Sánchez– dio un paso al frente y postuló algo que divide en dos la historia del periodismo: una cosa son los hechos y otra la realidad. Toma ya. Las manifestaciones se mantuvieron y el discurso contra su chivo expiatorio favorito no se modificó. Estas son, queridos lectores, las sucias aguas por las que navega media profesión: los hechos no importan. Estaba claro que la primera lesión grave que iba a sufrir la izquierda española sería de tipo moral y cognitivo, y tendría que ver con la muerte de la verdad. Verifícame eso.