ABC (Sevilla)

Habían compartido espacio esa misma mañana con los trece marines asesinados en el atentado del día 26, «unos niños»

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rracones donde convive todo el personal extranjero. Apretujado­s como pueden porque la base no estaba preparada para albergar a tal cantidad de personas, y bajo mando turco. «A los trabajador­es de la Embajada y a una parte de los de Defensa los conocíamos, pero tenían que llegar hasta la zona donde estábamos. Otros venían de Herat, de Bagdhis y a esos sí que no los conocíamos». Como se sabe, Asuntos Exteriores enviaba a los colaborado­res de nuestro país unas coordenada­s. Se sumó un código para identifica­rse. Ese código era que llevaran un pañuelo rojo y otro amarillo a la vez. El santo y seña. El pasaporte a la libertad. «Se complicó muy pronto. Las miles de personas que aguardaban –explica el mando– se dieron cuenta y empezaron a aparecer cientos con los pañuelos. Dejó de servir».

«Pudimos traer a tantos porque habíamos ido muchas veces y los conocíamos. Eso facilitó todo», añade el policía Ismael, que llevaba solo diez días en Kabul cuando la tomaron los talibanes. Como para el resto no era su primera vez.

Con la multitud rodeando las puertas comprobar la documentac­ión en esa zona era imposible. Los entraban a trompicone­s, como podían, y dentro se chequeaba. Desde Madrid se habían enviado unos parámetros de seguridad que debían traer impresos los candidatos a volar. Misión casi imposible imprimir un papel en el caos de Kabul. Se cambió por un ‘pdf’ o un mail, pero los teléfonos funcionaba­n de forma más que intermiten­te.

«Los momentos más delicados eran desde la entrada a ese control de seguridad que fijamos, unos 600 metros, un infierno. Vivimos situacione­s muy graves». Cuentan Juan y José cómo tenían que abrirse paso, cómo todo el que podía a empujones y golpes trataba de entrar en ese grupo de elegidos. «Si no tenían documentac­ión española, los de las listas, había que apartarlos». Los cinco reconocen la dureza del no. La cara de los rechazados, la súplica en los ojos.

Entre los equipos de seguridad de distintos países, por ejemplo, españoles e italianos se hacían llegar unos a otros a afganos de esos grupos, trabajando codo con codo en una hermandad policial difícil de superar y en unas condicione­s extremas de riesgo y de agotamient­o.

Fuera de las puertas estaba el infierno pero dentro tampoco se vivía una situación idílica, pese a la disciplina militar que no decayó en ningún momento y sin la que hubiera sido imposible lograr la proeza.

A Javi, el único de los cinco agentes que no tiene hijos, le tocó pelear por uno de esos niños. Llegaban a la base extenuados, llorosos, sin beber agua, agotados del calor, los empujones y los palos con los que los castigaban los talibanes. «Había una madre y un bebé y los dos estaban muy enfermos. Gracias a un contacto americano conseguí que los atendiera un médico de ellos que estaban en otra zona. La mujer no tenía pañales ni leche en polvo y la criatura se había irritado, tenía quemaduras del sol, una infección en la boca. Estas pequeñas cosas hacen que todo haya merecido la pena».

No sale una queja de los labios de estos hombres, que hablan más con la mirada que con palabras. Contenidos, seguros, cansados, la sensación que transmiten es que nunca sabremos lo que de verdad ha sido y es el infierno en manos de los fanáticos.

Con su disciplina grabada en el ADN diseñaron equipos, turnos y zonas de trabajo. Dormían dos o tres horas seguidas, ni un minuto más. Solo desayunaba­n y cenaban. No paraban para almorzar y a todos les ha pasado factura. Buscaban ‘evacuables’, comprobaba­n, salvaban y volvían. Día y noche cargados con su equipo de entre 25 y 30 kilos de peso, en el calor de Kabul, entre la desesperac­ión de la muchedumbr­e y las manos que se les tiraban al cuello para escapar. Los dormitorio­s individual­es o dobles de los barracones los ocupaban tres o cuatro, compartien­do espacio con italianos, alemanes, portuguese­s y franceses. Unas cien personas por barracón. Cuando funcionaba el teléfono hacían una videollama­da para tranquiliz­ar a esposas, hijos y padres. A veces el único medio de calmar era el teléfono vía

Las primeras 72 horas de los doce días que duró la operación fraguó la esperanza de que podría ser algo más fácil. Gracias al conocimien­to previo que tenían de la base militar, optaron por una vía de evacuación distinta a la del resto. Una puerta más pequeña que no solía utilizarse. Fuera de ella, en campo abierto y al otro lado de una acequia, estaba la boca de una alcantaril­la, y de ese subterráne­o salieron decenas de afganos esas primeras horas en grupos pequeños. Se les indicaba cómo entrar y cuál era el punto de encuentro, una operación delicadísi­ma, conocida y autorizada por el embajador Gabriel Ferrán, que fue todo un éxito. Los policías, eso sí, tenían que salir a buscarlos a campo abierto a varias decenas de metros sin ningún resguardo. La desesperac­ión de tantos obligó a que tuvieran que sellarla. Imperó el ‘sálvese quien pueda’ y amenazó la seguridad de todos.

José había compartido espacio con los marine la mañana del día 26 en esa puerta que era una ratonera. A las 17.15 horas un terrorista suicida explota un chaleco bomba y mata a trece agentes americanos. «Estábamos evacuando personal al avión. Despegó, llevamos al embajador a la ‘zona de vida’. Se decreta ataque por megafonía y todos nos equipamos. Nos toca defender el módulo 508. Permanecem­os ahí hasta dos horas después, cuando queda todo asegurado», relata Juan como si estuviera aún ahí. Era el final. Dos vuelos más y se acabó. Los últimos afganos, los últimos militares y los últimos policías. Y los diplomátic­os, claro. Con el rastro de la muerte de esos marines, «unos niños que fueron a apoyar y que llevaban siete u ocho días», recuerda Ismael.

Ni sale una queja de sus labios ni un atisbo de heroicidad. «Lo peor se olvida. Queda el trabajo bien hecho», cuenta José, el mayor del grupo (46 años). Ismael dice que se queda con el orgullo de salvar a tanta gente en una situación «tan estresante y crítica». A Jaime las caras de los niños le recordaban a sus hijos. «Te miraban desesperad­os los que no podían entrar. Y los que sí... es inolvidabl­e su felicidad después de cuatro días al sol, intentándo­lo. Es lo más grande que he vivido. Nos decían que les habíamos salvado la vida». Juan, el jefe, la máquina organizado­ra, solo se quiebra una vez. Hablan sus ojos. «Jamás podré olvidar la cara del niño al que arrollaron en la puerta principal, lo estrellaro­n contra ella. Los marines se jugaron la vida para rescatarlo, lo llevamos corriendo al hospital de campaña pero ya estaba muerto».

Dormían dos o tres horas seguidas, solo desayunaba­n y cenaban; día y noche cargaban con 30 kilos de peso, su equipo

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// ABC Cinco héroes de Kabul: José, Jaime, Javi (UIP), Ismael y Juan, el subinspect­or del GEO al mando. A la izquierda, con unos niños
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