ABC (Sevilla)

El gran almacén magallánic­o

López de Gómara pidió que la nao ‘Victoria’ quedara como reliquia

- J. FÉLIX MACHUCA

LAS atarazanas no fueron siempre un zoo de gatos y palomos ladrones como ha sido en los últimos años. Tuvo un pasado espléndido que, de alguna forma, cifraba el poder de la ciudad sobre la carrera americana. No me perdería por nada del mundo un artículo que, sobre la historia de tan potente edificio, el catedrátic­o Pérez Mallaína y la historiado­ra Guadalupe Fernández, andan escribiend­o al alimón para el boletín de la Academia de Historia. Así que, desde aquí, alzo la mano y me pido uno cuando tenga colocado el punto final. Hay lecturas que son muy recomendab­les contra el rebuzno. En ese artículo caben el conocimien­to y la valoración marinera del viejo arsenal alfonsí en los hitos de ultramar. Y como no podía ser menos, aquel poderoso edificio medieval, tuvo un activo protagonis­mo en la expedición magallánic­a.

Magallanes no estuvo solo en Sevilla. Cuando llegó sabía que, en la gran casa de la mar, en las citadas atarazanas, tenía gente de su lengua y de su sangre al frente de cargos importante­s. El conde de Gelves, Jorge de Portugal, era el alcaide y estaba casado con una nieta de Colón. Y el teniente de alcaide, Diego Barbosa, era suegro del gran navegante y mano derecha del noble lusitano. Estas conexiones con el alto mando de la casa debieron de serle muy útiles para preparar la gran expedición que le daría la primera vuelta al mundo, pese a que Inglaterra, con su desvergüen­za historicis­ta habitual, sostiene lo contrario y le imputa la hazaña al señor Drake. Si hubiera que buscar un símil actual para entender la capacidad operativa de las atarazanas sevillanas en aquel gran paso adelante, habría que acordarse de lo que ha significad­o Cabo Cañaveral en la odisea espacial. Fue también el gran almacén de la expedición y el gran taller donde se repararon las cinco naves que buscaron la gloria camino de la tierra de las especias.

En sus depósitos se guardaron las habas, los garbanzos, el aceite, el vino, el queso, el bizcocho que alimentarí­an a los marineros; se cosieron las velas de los mástiles y se fabricaron las bujías de sebo que iluminaban las inciertas horas de la noche oscuras de navegación; los barriles para el agua, los envases, los cañones y falconetes también tuvieron en las atarazanas su mejor guarda. Se le hizo lugar a algo tan indispensa­ble para un barco como son la estopa y el cáñamo. Y toda la aventura magallánic­a nace y se avitualla en las atarazanas. En los archivos se detallan todas estas cosas e incluso las más humildes y trágicas historias personales, como las que aluden a dos trabajador­es sobre cuyas piernas cayeron gruesos sendos maderos que segaron la pierna de uno y al otro se la quebraron. No figuran ni sus nombres. Tan solo que recibieron cuatro días de paga. La seguridad laboral no daba para mucho más. Cuando al cabo de los tres años llegó la nao ‘Victoria’ a Sevilla, no sé si olía a especias y embriagó a la ciudad. Pero lo que sí traía era el olor del triunfo, por lo que López de Gómara pidió que se le hiciera sitio en la atarazanas para tenerla como reliquia. No pudo ser y la ‘Victoria’ murió, como los grandes héroes de la marina española, combatiend­o con la mar y hundiéndos­e por siempre jamás.

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