Para qué para siempre
Cuando veo a un señor mayor con el pelo teñido, siento una tristeza inconsolable
M
Ihija me hizo uno de esos tests chorras y fraudulentos que abundan en Internet capaces de radiografiarte la personalidad en diez preguntas. Y una de ellas era la típica del gran poder. Si tuvieras que quedarte con un gran poder, ¿cuál elegirías?: a) ser rico; b) ser invisible; c) ser inmortal. Elegí, por supuesto, ser rico, aunque debo reconocer que, por mi temperamento alcahuete, dudé con lo de la invisibilidad. Tenía claro, en cualquier caso, que, de los tres, el que menos me interesaba era la inmortalidad.
Conforme va pasando el tiempo, uno empieza a comprender que esto de la vida es un asunto largo. Es cierto que los años se escurren entre los dedos con rapidez, pero al mismo tiempo, si echo la vista atrás, tengo la sensación de haber vivido, al menos, cuatro vidas. Lo de ser eterno, a no ser que vayas por ahí como Christopher Lambert en ‘Los inmortales’, debe resultar bastante tedioso. Si encima te mantienes siempre en un estadio de impecable lozanía, como dejó demostrado Dorian Gray, la experiencia debe oscilar entre lo depravado y lo patético.
Leo que Jeff Bezos y unos cuantos multimillonarios están reclutando a los principales expertos mundiales en rejuvenecimiento con el objetivo de crear un gran proyecto tecnológico que permita a la humanidad acercarse al viejo anhelo de alcanzar la eterna juventud. Caminamos, o eso dicen los expertos, hacia la inmortalidad. Una idea que me cansa con sólo imaginarla. Mucho peor si además lo hacemos siendo siempre jóvenes.
La senectud se ha convertido en un estadio despreciable. Ser viejo es una rémora, un lastre, un inconveniente. Hubo otro tiempo en que era un signo de distinción, de respeto. Hoy hay pocas cosas que provoquen tanta incomodidad como un anciano. De hecho, tristemente, muchos de ellos se han apuntado también al juego del camuflaje, intentando aparentar que son más jóvenes de lo que son. Cuando veo a un señor mayor con el pelo tintado, siento una tristeza inconsolable. En cambio, encuentro normalmente un gran atractivo en las mujeres de mediana edad que renuncian a teñirse, mostrando su hermoso pelo cano sin reparos. Me demuestran que viven en consonancia con su edad.
Considero que esa es una verdadera señal de madurez: asimilar que la vida pasa, y que es ridículo aparentar tener 20 cuando ya dejaste muy atrás los 40. Me contaban el otro día los desvelos de una niña de veintitantos a la que le toca sufrir a un padre de cincuenta divorciado que suele arrimarse a las amigas de su hija en plan colega. Se viste como un chiquillo y utiliza latiguillos ‘milenial’ que sólo provocan en el grupo de chicas bochorno y vergüenza ajena. Este verano, las playas que visité estaban atiborradas de especímenes de este tipo: falsos jóvenes abonados al bótox, el gimnasio, el reguetón y las copas de balón. Que semejantes sujetos puedan acompañarte a lo largo de toda una eternidad me produce pesadillas.