ABC (Sevilla)

El humo y la gloria

- POR GABRIEL ALBIAC Gabriel Albiac

«Manglano no era un político, era un militar. Un militar fiel al papel de servidor de Estado y nación que define a la milicia. Sin ambiciones personales. Menos aún, políticas. Y preservó los papeles que daban testimonio para la historia. Intactos. Es el último combate humano del que habla Zweig: luchar contra el olvido. Y es un deber moral asomarse a lo que dicen.

Como quien se asoma a un espejo»

Alo largo de más de cinco horas, en la Nochebuena de 1820, Trieste fue tragada por la densa humareda que salía de las chimeneas del palacio del príncipe Jérôme, a quien su hermano Napoléon coronara un día como rey de Westfalia. Pocos sabían entonces que con ese humo volaba una parcela clave de la historia de la Revolución francesa: esto es, de la historia, sin más, de la Francia moderna.

El príncipe ha acogido en su mansión al antaño todopodero­so y ahora paria Joseph Fouché. Ministro de la Policía durante los trece años que se extienden desde el Consulado al Directorio y al Imperio, entre 1802 y 1815, Fouché ha sido el dueño y señor de todos los secretos de la República: no hay uno solo de sus rincones oscuros en el cual no haya podido moverse con la facundia de quien pasea por el salón de su palacio.

Ha ido sobrevivie­ndo a todo y a todos. Y evitando que todo y todos le sobrevivie­ran.

Hasta que un imprevisto, la ley de 1816, que castiga retroactiv­amente a quienes votaron en la Convención la muerte de Luis XVI, acaba con su carrera. Se podría decir, a la vista del paisaje de cuellos por él abatidos en la guillotina, que el castigo que sobre Fouché recae es mínimo, casi irrisorio. Se limita a inhabilita­rlo para cualquier cargo político. Basta leer, sin embargo, la primorosa biografía de Stefan Zweig para entender lo insoportab­le de su tragedia. No hay tortura mayor para un hombre de Estado que la de perder la escena sobre la cual todos debían admirarlo y, lo que es muchísimo mejor, temerlo. La vanidad impele entonces a Fouché a elaborar unas memorias que sólo verán la luz, apócrifas, cuatro años después de su muerte. Es el final –y fallido– esfuerzo, dice Zweig, del combate contra la última tumba de un político: el olvido.

Mas ni siquiera esa última tentación del político que es la vanidad de dejar memoria retiene al viejo Fouché –que no es, al cabo tan viejo, pero que aparenta ser ya un hombre por completo consumido– en el momento en el cual ve llegar sus horas finales. Jérôme Napoléon contará, ya en tiempos del Segundo Imperio, la ansiedad con la que el que fuera amo de todos los misterios del Estado se afana en destruir las grandes cajas que ha traído hasta Trieste consigo y que contienen sus archivos de quince años al mando de los controles del poder. El pasaje tendría mucho de conmovedor si no viniera de alguien con una biografía tan aterradora:

«Aunque relativame­nte joven, sentía que se extinguía», cuenta Jérôme. «Tenía cincuenta y siete años y medio cuando la muerte le dio avisos que no podía ignorar. Había manejado todos los asuntos secretos de su tiempo. Y había conservado muchos papeles en los cuales confiaba para rehacer su destino. Esos papeles, esas pruebas con las cuales podía abrumar a sus cómplices, esas armas con las que podía amenazar a sus perseguido­res, decidió destruirla­s y llevarse consigo su misterio a la tumba». Y, en aquella Nochebuena de 1820, moribundo ya, Fouché supervisó la quema de hasta el último de sus papeles. Durante más de cinco horas, Trieste fue tragado por la humareda que se llevaba consigo la historia de Francia. «La destrucció­n» –concluye el príncipe Jérôme– «fue completa. Sólo entonces el moribundo se acostó. Murió a la mañana siguiente». Y el humo de Nochebuena fue su gloria.

Esa imagen agónica del Fouché que ocupa sus últimas horas de vida en destruir las pruebas documental­es de los secretos que a su custodia encomendó el Estado, me volvía a la memoria cuando Juan Fernández-Miranda me enseñaba fotos de las cajas que él y Javier Chicote habían rescatado con lo que todos pensábamos que era ya humo y ceniza: los cuadernos en los que anotaba su día a día el hombre que dirigió los servicios secretos españoles en un período casi igual de tormentoso: el que se extiende entre la caída de Suárez y los años omnipotent­es de González. Lo que es lo mismo: en los tiempos más duros del terrorismo de ETA y del terrorismo de Estado. La diferencia esencial es que Manglano no era un político, era un militar. Un militar fiel al papel de servidor de Estado y nación que define a la milicia. Sin ambiciones personales. Menos aún, políticas. Y preservó los papeles que daban testimonio para la historia. Intactos. Es el último combate humano del que habla Zweig: luchar contra el olvido.

Lo que sacan del olvido estos cuadernos tiene, sin duda, acentos amargos: así es la historia. Pero lo más amargo es que, cuando leemos al dimitido ministro Asunción atribuir a su antecesor Corcuera el envío postal de cartas bomba, ni siquiera nos asombramos. Lo habíamos sospechado siempre. Es difícil que haya una sola violación que no sospechára­mos aceptada por los políticos moralmente más sospechoso­s que ha conocido la España democrátic­a. No es ahora ya una sospecha. Es un dato. Documental e insoslayab­le. Y eso nos fuerza a afrontar una historia que sin esos papeles no hubiéramos conocido; y también a asumir la angustia de asomarnos a las tinieblas que hubiéramos preferido no tener que vivir.

Leopardi escribe que nada nos desasosieg­a más que el dar de bruces con aquello que habíamos sospechado siempre que sabíamos. La desazón de leer estos papeles, preservado­s por Manglano y dados ahora al público por Chicote y Fernández-Miranda, nos viene de que en ellos están las actas de lo que no quisimos ver. Tomad y leed estos cuadernos. No es que vayan a gustaros. No gustarán a nadie. Pero es que España no era lo que os han contado. España era esto que las notas del general Manglano van a salvar del olvido. Y es un deber moral asomarse a lo que dicen. Como quien se asoma a un espejo.

es filósofo

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NIETO

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