ABC (Sevilla)

Un jazmín en el Alcázar

- ANTONIO BURGOS

José María Cabeza, aunque le hayan

dado el Premio de Edificació­n, siempre tuvo a gala ser aparejador

LOS homenajes, honores, distincion­es y medallas, en vida. Que los disfrute quien los merece, y no cuando ha muerto y ya no se puede enterar el pobre de que, por fin, le hicieron justicia. Lo digo porque se ha puesto de moda otorgar premios póstumos. El otro día hubo un acto social de entrega de premios en que casi la mitad de ellos fueron a título póstumo. Parece como si en la larga vida de excelencia y esfuerzo de una persona no hubieran tenido tiempo de fijarse en él para reconocerl­o. O que, vivo, le daba envidia a sus enemigos. Y que conste que dice esto quien a menudo escribe gorigoris a sevillanos que se han ido, sobre los que reconozco ahora, humildemen­te, que todos eran tardíos. Que, eso, que los homenajes, en vida.

Como se lo han dado, y me sumo a ello, al aparejador especializ­ado en restauraci­ones José María Cabeza, a quien le han concedido el Premio Nacional de Edificació­n. Se lo merece por su dilatada carrera, en la que no se le han caído los anillos por llamarse «aparejador», y no ese mote de «ingeniero técnico de construcci­ón» o algo así que le han puesto ahora a su viejo oficio de los alarifes. La moda es

Fe de ratas cambiar los títulos a las carreras y a los centros donde se cursan. Cuando entregan los premios universita­rios de la Real Maestranza y el secretario va leyendo los nombres de los centros por los que se entregan a cada mejor expediente, ¡dicen unos nombres de raros! Aunque siempre hay a tu lado quien te lo va aclarando: «Eso es Aparejador­es. Eso es Magisterio. Eso es Perito Industrial». José María Cabeza, no. Aunque le hayan dado el Premio de Edificació­n siempre tuvo a gala ser aparejador, y como tal ingresó, por ejemplo, con toda justicia, en Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.

Conocí a Cabeza en lo alto de la Giralda, que tampoco es mal sitio. Se trataba de la primera restauraci­ón de la Gigante, en la que pudo comprobar el mal estado en que se encontraba el Giraldillo, con un collarín de hierro como si hubiera tenido un accidente de tráfico, según la fotografía histórica de Carlos Ortega subiéndose a aquellos altos andamios desafiando el vértigo. Era la vez primera que se retrataba a la Giralda tan de cerca. Y era la vez primera que se estaba tan cerca de la Tinaja como anduvo José María Cabeza al lado del arquitecto Alfonso Jiménez, maestro mayor de fábrica, con quien culminó aquella primera y afortunada intervenci­ón en una torre mayor que casi se caía a pedazos. Luego seguí la brillante carrera de José María Cabeza en sus cientos de intervenci­ones en Sevilla o en su natal Carmona, o cuando desempeñó, y con éxito, la dirección del Alcázar, de 1990 a 2008. Fue una de aquellas mañanas cuando quiso que Álvaro Pastor Torres y servidor plantásemo­s junto a la muralla de la Puerta del León sendos jazmines, nietos de los que puso Romero Murube en su etapa de conservado­r. Cada vez que paso por allí, me acuerdo de la sensibilid­ad de este aparejador sevillanís­imo. Vaya hoy por él como homenaje toda la fragancia de aquel jazmín de la memoria de un rinconcito de la muralla del Alcázar.

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