El libro del año
En aquel momento, las salas de banderas de los cuarteles seguían siendo un hervidero recalcitrante de intrigas golpistas
EN la primera entrega de ‘Los papeles de Manglano’, la que se publicó en ABC el domingo pasado, Juan Fernández Miranda y Javier Chicote reproducen una conversación en la que el Rey le dice al ministro de Defensa: «Si consigues que Emilio sea el director del Cesid, tú y yo, a dormir en Pikolín». En aquel momento, las salas de banderas de los cuarteles seguían siendo un hervidero recalcitrante de intrigas golpistas. Habían pasado pocos meses desde la intentona del 23-F y la democracia aún estaba prendida con alfileres. El contexto invita a pensar que Juan Carlos, con la referencia al colchón más célebre de la época, estaba exaltando la idoneidad de su amigo Manglano –uno de los pocos militares que asistió a su boda en Atenas– para vigilar de cerca el ruido de sables. Y es posible que esa sea la lectura correcta.
Sin embargo, la frase me recordó a otra muy parecida que pronunció años después Mario Conde, nada más producirse la caída de Sabino Fernández Campo como Jefe de la Casa del Rey: «Ahora, Majestad –remarcó el banquero– ya puede usted acostarse con quien quiera sin tener que preocuparse de lo que diga la prensa». Sabino (eso lo sé porque me lo contó él mismo en febrero de 1994) le había pedido a algunos medios de comunicación que, con cautela, le hicieran entender al Rey que debía ser más prudente en asuntos de faldas y de dinero. La petición derivó en algunas informaciones que en La Zarzuela cayeron como una bomba. Conde se reunió con el Monarca en una casa del Cesid cerca de El Pardo, culpó a Sabino de las indiscreciones periodísticas y le dijo que no se podía ir pidiendo favores y mendigando silencios, que lo que había que hacer era comprar los medios de comunicación y neutralizarlos. Y eso es lo que hizo.
La certidumbre de que sus amigos vigilarían la tranquilidad de su sueño, para que él pudiera dormir a pierna suelta en Pikolín, es la que explica, a mi juicio, la espiral de excesos que condujo a Juan Carlos I a su abdicación obligada. No supo entender que haber contribuido de forma decisiva a la recuperación democrática no le daba derecho a hacer lo que le diera la real gana, por mucho que la Constitución garantizara su inviolabilidad. A los pocos cortesanos que se atrevieron a prevenirle del peligro que corría –y que hacía correr a la Institución– o los desoyó o los alejó de su lado. En más de una ocasión amenazó con abdicar si le obligaban a abandonar esa vida sin códigos que creía merecer por el mero hecho de haber sido el piloto de la Transición. Sin él, pensaron también muchos de sus adláteres más consentidores, todo el tinglado podría venirse abajo. Esa es una de las ideas, creo yo, que con más fuerza aletea en el trasfondo de los hechos que relata ‘El jefe de los espías’. Pincho de tortilla y caña a que se convierte en el libro del año.