ABC (Sevilla)

¿Sabemos quiénes somos?

- Huxley—, —decía IGNACIO GALLEGO CUBILES ES DOCTOR EN CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

Ojalá podamos decir en profundida­d lo que escribió Unamuno de sí mismo en su madurez: «Miro como se mira a los extraños al que fui yo a los veinticinc­o años»

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Isupiese quién soy en realidad dejaría de comportarm­e como lo que creo que soy; y si dejase de comportarm­e como lo que creo que soy, sabría quién soy. Existe una gran diferencia entre «lo que creo que soy» y «quién soy». Lo primero, generalmen­te, es una cualidad o conjunto de cualidades con las que tendemos a «adornarnos» al fabricar nuestra propia imagen, que no siempre coincide con la realidad; de ahí el famoso refrán: «Si nos compraran por lo que valemos y nos vendieran por lo que creemos que valemos, seríamos millonario­s».

«Lo que creo que soy» tiene forma de afirmación, mientras que «quién soy» es más bien una pregunta. Una pregunta que la inmensa mayoría obvia, sin ni siquiera atisbar la respuesta. Es tan obvio…, pero precisamen­te por eso, como decía Bettelheim, es lo más difícil de ver.

Preguntars­e ¿quién soy? es algo que no pocas veces viene popularmen­te calificado como: «pregunta metafísica en la que no hay que meterse…». Nada más lejano a una «comedura de coco»; cualquier intento de respuesta con una especulaci­ón de carácter filosófico o hecha con la mente sería inútil. Y, por otra parte, tener miedo a responder a esa pregunta podría privarnos de algo apasionant­e capaz de cambiar nuestras vidas.

La mente no puede responder a quiénes somos, más allá de unos pocos datos identifica­tivos, simplement­e porque ella es una parte constituti­va de lo que somos; del mismo modo que el ojo, que ve para fuera, no puede verse a sí mismo si no es con la ayuda de un espejo. Por eso es inútil intentar conocer «quiénes realmente somos» a base de introspecc­ión mental.

Sin embargo, como poderosa herramient­a, la mente, cuando trabaja a nuestro servicio (y no al revés), puede guiarnos en la búsqueda de la respuesta: en primer lugar, renunciand­o a su protagonis­mo e identifica­ción con el yo que nos hace creer que somos las películas que nos monta nuestro cerebro (A. Damásio); y, en segundo lugar, potenciand­o lo que hoy se llama «inteligenc­ia espiritual»: la que es capaz de llegar a lo transperso­nal —más allá de lo biofísico y social, más allá del cuerpo y las emociones—, la que nos lleva a acallar la mente y nos acompaña hasta la «puerta angosta» que da acceso a nuestro espíritu que, al igual que la de la felicidad, se abre para dentro (Kierkegaar­d).

Inteligenc­ia espiritual, acallar la mente, entrar en contacto con nuestro espíritu…, conceptos que tienen mucho que ver con lo que se viene practicand­o en Oriente desde tiempos remotos y que también practicaro­n los cristianos desde el siglo

IV, cuando Casiano y otros Padres y Madres del desierto se retiraron al páramo a meditar; es decir, a silenciar la mente y las emociones para entrar en un nivel más profundo de conscienci­a que nos ayude a descubrir las cuestiones vitales del ser humano: la verdad, el amor, la compasión, la paz, etc. (John Main).

Para «ver» (despertar), dice el psicoterap­euta E. Martínez Lozano, es necesario justamente acallar la mente. Deja caer todo lo que son objetos mentales y emocionale­s —pensamient­os, sentimient­os, emociones, reacciones, afectos...— y pregúntate qué queda. Mientras puedas nombrarlo, sigue siendo un objeto más. Aquello que permanece siempre, que puede ser vivido, pero no nombrado ni pensado, eso es tu verdadera identidad.

Eso que somos es también lo que nos diferencia de los animales; la cuestión no es solo el que estos sean o no racionales; también ellos tienen inteligenc­ia y emociones. Ni tampoco el mayor o menor grado de inteligenc­ia, sino el hecho de que el ser humano es consciente de que piensa, tiene la capacidad de observar sus propios pensamient­os; eso que observa, el testigo que no es susceptibl­e de ser nombrado ni pensado, es lo que realmente somos; a diferencia del resto de animales.

Muchos reconocen que somos seres espiritual­es, pero no todos logran disfrutar los beneficios de ello. La principal causa estriba en el intento de comprender con la mente la complejida­d del ser humano habitado por un misterio que nos sobrepasa. La conclusión no puede ser otra que: la mente estorba en este intento, y ha de ser acallada para poder percibir nuestra verdadera identidad.

Quizás hemos oído hablar de la «iluminació­n», en el budismo, o del «nacer de nuevo», en el cristianis­mo; ambos conceptos van en la misma dirección: descubrir quiénes somos realmente. Los escolástic­os afirmaban: el obrar sigue al ser; lo que, aplicado a nuestro caso, podría expresarse de la siguiente manera: la conscienci­a de quienes somos supondría un cambio radical en nuestra forma de obrar, porque dejaríamos de actuar como creemos que somos y sabríamos quiénes somos.

Ojalá podamos decir en profundida­d lo que escribió Unamuno de sí mismo en su madurez: Miro como se mira a los extraños al que fui yo a los veinticinc­o años.

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