EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL XVI, LOS ARTISTAS MÁS REPUTADOS DE SEVILLA SE AFANABAN EN ACABAR EL TEMPLO MAYOR DE LA ARCHIDIÓCESIS
goñona del Toisón de Oro que tenía por cabeza a los Habsburgo. La historia de Tetis y Peleo o el jardín de las Hespérides también figuraban entre los óleos que decoraban por fuera la nave.
Por dentro, en el cuarto del capitán general y la sala de reuniones donde don Juan de Austria departía con sus aliados, el discurso iconográfico estaba consagrado a exaltar las virtudes cristianas todo en taracea, un trabajo primoroso de primer nivel como el ejecutado en la carroza de popa por al menos una veintena de los mejores y más reputados artistas que trabajaban en la cosmopolita Sevilla, metrópolis del Nuevo Mundo.
Diez esculturas de gran porte representando héroes y dioses de la Grecia clásica, más once tablas pictóricas con escenas mitológicas y un tendal pintado con las constelaciones, vientos y el zodiaco además de decenas de escenas realizadas en taracea (el friso de la coronación del emperador Carlos en Colonia, por ejemplo) y otras labores de rejería, orfebrería y talla completaban la extraordinaria colección flotante que suponía la galera capitana.
Los tres fanales de popa de la nao –cuya captura suponía el mayor trofeo de la batalla– simbolizaban las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad y llevaban la firma de Bartolomé Morel, el fundidor del Giraldillo, la veleta que corona la Giralda, de reputada fama. Cuando don Juan de Austria dio noticia de la victoria a su hermano el Rey Felipe II, le hizo llegar al Escorial como trofeos de guerra el estandarte de Alí Bajá, el yelmo del almirante otomano y cuatro fanales, dos de los cuales acabaron en el monasterio de Guadalupe.
Hallazgo de los pagos
La doctora Camarero halló entre los legajos del Archivo de Protocolos Notariales de Sevilla las cartas de pago a artistas cuyo concurso se desconocía hasta entonces como Pedro de Villegas (más conocido por Villegas y Marmolejo) o Antonio de Arfián. Ese descubrimiento, que le valió el premio extraordinario de doctorado, abrió la puerta al conocimiento de que muchos de los artistas que trabajaban en la decoración de la Catedral de Sevilla, cuya Capilla Real había rematado Hernán Ruiz en 1568, tomaron parte en la decoración de la galera real de Lepanto: era, en este sentido, como la otra catedral del mar.
La construcción de la Catedral de Sevilla había arrancado en el quicio del siglo XV, pero las obras se habían eternizado durante 150 años. En el autor, Juan de Malara (sic), que se custodia en la biblioteca Colombina -legado del bibliófilo Hernando Colón, hijo del Almirante de la Mar Océanay que la Sociedad Bibliófilos Andaluces dio a la imprenta en 1876. Pero no nos ha llegado nada más que esa pormenorizada explicación y la sucinta información de los contratos con los artistas: resulta imposible imaginar la impresionante estampa de la nave en todo su esplendor echándose a la mar en la barra de Sanlúcar tras surcar el Guadalquivir.
También queda a merced de la imaginación suponer la impresión de contemplar la nave rodeada en algún momento del aproximadamente año y medio que estuvo en Sevilla rodeada por el bosque de mástiles de las naos de la flota de Indias aparejándose para un viaje o descargando la plata americana en la escala postrera de su tornaviaje.
Las crónicas de la batalla asemejan la galera real con un puercoespín, por el número de lanzas erizadas sobre sus cubiertas. Conducida maltrecha a Mesina, donde se había reunido la flota aliada y recaló victoriosa, se perdió su rastro en la historia. Es de suponer que el ajuar sacro (imágenes, pinturas, tallas y exvotos) se repartiera entre las iglesias de esta ciudad siciliana pero el terremoto de 1783 arruinó los templos y probablemente se perdieron los restos.
«La galera era un lugar de poder, porque los reyes se medían por lo que veían unos de otros», sostiene la profesora Camarero sobre aquella embarcación que simbolizaba el poder de la España imperial, enseñoreándose de la mar como una muestra de la proyección de su hegemonía mundial en tiempos de Felipe II, el monarca que no veía ponerse el sol en sus dominios.