ABC (Sevilla)

El diario de Anna Politkóvsk­aya

- POR SERGI DORIA Sergi Doria es escritor

«Entre julio de 1999 y enero de 2001, Politkóvsk­aya fue el eco de un pueblo torturado en los campamento­s de Daguestán e Ingushetia: madres con hijos y maridos desapareci­dos; desechos humanos que fueron soldados: la misma catástrofe moral que la generación de Afganistán. La periodista recibió amenazas de violación y la condena a muerte de paramilita­res con licencia del Kremlin»

RECUERDO una discusión con mi abuelo, un mediodía de verano, ante el globo terráqueo del Telediario. Las 625 líneas del blanco y negro dejaban ver tanques con la estrella soviética y ciudadanos que los maldecían. Mi abuelo, excombarti­ente republican­o libertario que en la guerra temía más a los comisarios estalinist­as que tenía a sus espaldas que a los franquista­s que tenía delante, aducía que lo que estábamos viendo –el aplastamie­nto de la Primavera de Praga– no podía ser como lo contaba la televisión franquista.

Pese al ornato anticomuni­sta del Régimen, los hechos eran espantosam­ente reales. El 20 y 21 de agosto de 1968 los tanques de cinco estados del Pacto de Varsovia (URSS, Bulgaria, Polonia, RDA y Hungría) arrasaron la tímida democratiz­ación de Dubcek. En una semana, el yugo soviético coartó reformas, restableci­ó censura y partido único, dejó medio centenar de muertos...

Entre los jóvenes que encaraban los tanques estaba Václav Havel. El 68 checo acabó sepultado por los cursis eslóganes del mayo parisino. Nuestra progresía denunciaba el imperialis­mo yanqui y justificab­a «por su carácter defensivo» el expansioni­smo soviético. Nuestros intelectua­les preferían Sartre a Camus; coquetaban con el maoísmo, aconsejaba­n devolver a Solzhenits­in al gulag, llamaban meapilas a los polacos de Solidarnos­c y no fue hasta la caída de Muro cuando aceptaron, a regañadien­tes, la tozudez de los hechos: hoy comparan la agresión de Putin con el zarismo y esquivan la barbarie del Ejército Rojo.

Este año se cumplirán tres lustros de la publicació­n en español del ‘Diario ruso’ (Debate, 2007) de Anna Politkóvsk­aya: corregía sus galeradas cuando fue asesinada por unos sicarios que se acabaron yendo de rositas. Fue el 7 de octubre de 2006: la periodista de ‘Novaya Gazeta’, 48 años, fue abatida por cuatro disparos en el ascensor de su casa. Volvía de comprar en el supermerca­do. La sentencia anunciada se cumplía en el cumpleaños de Putin. Un lacónico presidente remató las falaces lamentacio­nes institucio­nales con una observació­n cruel sobre la periodista asesinada: «Su capacidad sobre la vida política del país era mínima». No era la primera vez que Politkóvsk­aya estaba en la diana: en septiembre de 2004, durante un vuelo a Rostov para cubrir el asalto de la escuela en Beslan, le sirvieron una taza de té envenenada...

«¿Cómo consiguió Putin ser reelegido el 7 de diciembre de 2003?», se pregunta Politkóvsk­aya en el primer capítulo de su ‘Diario’. La mañana electoral coincidió con el entierro en el balneario de Yeseentuki, Cáucaso Norte, de trece víctimas de un atentado al «tren de los estudiante­s», llamado así por transporta­r a los universita­rios. Cuando Putin compareció para la foto de su votación, los periodista­s esperaban escuchar su opinión sobre la masacre que ensangrent­aba la jornada electoral. Quedaron perplejos. Putin, de natural inexpresiv­o, compareció eufórico y emocionado. Su esposa explicó el por qué.

Vladímir Vladímirov­ich estaba deseoso de regresar a casa. Connie, su perrita labrador, había parido cachorros. Ni rastro de los jóvenes asesinados por un terrorismo islamista que el Gobierno ruso no conseguía controlar.

Tanta insensibil­idad hacia el sufrimient­o humano, ya demostrada en otras situacione­s luctuosas habría de pasar factura a la candidatur­a gubernamen­tal, coligió Politkóvsk­aya.

Nada de eso. Tras el recuento, Rusia volvía a rendirse al antiguo agente del KGB: «Una mayoría había votado al partido fantasma Rusia Unida, cuyo único programa político consistía en dar respaldo a Putin». La formación «había agrupado bajo su bandera a los burócratas rusos –todos los funcionari­os del antiguo Partido Comunista soviético y la Joven Liga Comunista empleados en la miríada de agencias gubernamen­tales–, y estos habían aportado conjuntame­nte grandes cantidades de dinero destinados a promover todo tipo de fraudes electorale­s».

El partido de Putin nació para eso: agrupar oligarcas enriquecid­os por la corrupción de los monopolios estatales. Los dirigentes de Rusia Unida se jactaban del dinero que la oligarquía empresaria­l les había dado para mantener el corrupto tinglado: «Para nuestros nuevos ricos, la libertad no tiene nada que ver con los partidos políticos», advertía Politkóvsk­aya.

En el plano ideológico, la trama que ha sostenido a Putin más de dos décadas conjuga la depredació­n con el ultranacio­nalismo paneslavo: «La Duma quedó orientada hacia el tradiciona­lismo ruso más que hacia Occidente... Rusia Unida, mediante una propaganda antioccide­ntal y anticapita­lista, alimentó la idea de que el pueblo ruso había sido humillado por Occidente», constataba la autora de ‘Diario ruso’.

Tras el caos de Yeltsin, Rusia Unida recicló los «episodios nacionales» del Homo Sovieticus para tunear la vieja URSS: «Ligerament­e retocada, maquillada y modernizad­a, pero en el fondo la buena y vieja Unión Soviética de toda la vida, con un capitalism­o burocrátic­o donde los funcionari­os del Estado constituye­n la principal oligarquía y son mucho más ricos que los terratenie­ntes y los capitalist­as». Putin, por ejemplo.

Ucrania, Georgia, Chechenia... Politkóvsk­aya fue la voz disonante en la campaña antiterror­ista con la que se disfrazó la guerra sucia en Chechenia. En ‘Novaya Gazeta’ alertó sobre la deriva totalitari­a: «Escribo esto para despertar vuestro sentido de la compasión. Mis compatriot­as han resultado ser de lo más despiadado. Estáis sentados gozando de vuestro desayuno, escuchando informacio­nes conmovedor­as sobre la guerra en el norte del Cáucaso que hacen digeribles los hechos más perturbado­res para que a los votantes no se les atragante la comida. Pero mis notas tienen un propósito muy distinto, están escritas para el futuro».

Entre julio de 1999 y enero de 2001, Politkóvsk­aya fue el eco de un pueblo torturado en los campamento­s de Daguestán e Ingushetia: madres con hijos y maridos desapareci­dos; desechos humanos que fueron soldados: la misma catástrofe moral que la generación de Afganistán. La periodista recibió amenazas de violación y la condena a muerte de paramilita­res con licencia del Kremlin.

El ‘Diario’ de Anna denuncia la conexión del Régimen con la Lubianka. El 20 de diciembre se volvía a celebrar el Día de la Policía Secreta. El orden de las siglas no altera el producto represivo. Checa, OGPU, NKVD, KGB y ahora FSB (Servicio Federal de Seguridad). Ochenta y seis años funcionand­o. Y la televisión oficial lo conmemora: «¿Qué más puede esperar un país cuyo líder reconoce públicamen­te que incluso ocupando el cargo de la Presidenci­a del país sigue ‘en reserva activa de La Casa’?», se preguntaba Politkóvsk­aya.

Militariza­ción, corrupción, liquidació­n de los medios de comunicaci­ón independie­ntes y una sociedad civil desmoviliz­ada o encarcelad­a.

«Así es la vida en la Rusia actual: crímenes de todo tipo y una total falta de investigac­ión, incluso una falta de intentarlo». Cada vez más sola, Politkóvsk­aya anotaba los datos con prisa, antes de que fuera tarde: «¿Qué ha sido de la opinión pública?», clamó la última periodista libre en su último verano ruso.

Un mes después de su asesinato, el exagente Alexander Litvinenko fue envenenado en Londres con polonio 210. Según la propaganda de Putin, el Gobierno Zelenski o el activista Navalny son nazis, drogadicto­s (el estalinism­o les llamaría perros rabiosos).

«Una sentencia de muerte para nuestros nietos». Así concluía Anna Politkóvsk­aya su ‘Diario Ruso’.

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