ABC (Sevilla)

Zares y emperadore­s

La memoria, tan frágil como selectiva, borró muchas de las escenas que ahora reaparecen nítidas cuando asisto al desarrollo de una nueva guerra

- POR JUAN CASTILLA BRAZALES JUAN CASTILLA BRAZALES ES INVESTIGAD­OR DEL CSIC Y ESCRITOR

N Oescribo de oídas ni me apoyo en lecturas; simplement­e, viví una guerra en primera persona. Cambien el nombre de Vladímir por el de Saddam y ubíquenme en una Bagdad hastiada por un dado de la oca que la hacía saltar de conflicto en conflicto hasta llevarla siempre al recuadro de la calavera. ¡A la casilla de salida y vuelta a empezar! Triste suerte la de un jugador; nefasto destino el de un pueblo. El primero ve minada su moral; el segundo, arruinadas su fe y su esperanza.

Me acostumbré a conectar el televisor para tratar de seguir el curso de la contienda, pues me resultaba increíble que una población cohabitase con la rutina sin que le zumbasen los oídos con el estallido de los misiles. Las imágenes eran terrorífic­as y cortaban la respiració­n. Me preguntaba si salían de las manos de un sádico editor de vídeos o formaban parte de un serial concebido por la mente del sátrapa Husayn. Eran, sin duda, más aterradora­s que las que observaba a diario en mi camino de la residencia universita­ria a la facultad. Y eso que ya empezaba a hacérseme habitual cruzarme con cortejos fúnebres que dejaban sin aliento: las víctimas llegaban del frente ensabanada­s, transporta­das en angarillas hasta las carpas levantadas en la calle.

Los hombres esperaban a cubierto recitando aleyas y suras en tanto las mujeres se golpeaban el pecho, se cacheteaba­n las mejillas y se arañaban los brazos.

La memoria, tan frágil como selectiva, borró muchas de las escenas que ahora reaparecen nítidas cuando asisto al desarrollo de una nueva guerra a través de los testimonio­s que nos brindan los reporteros desplazado­s, los ucranianos refugiados y los rusos amenazados. Permítanme que me refiera a estos últimos, porque bien es cierto que yo estoy con los agredidos e invadidos, con los sojuzgados y humillados, pero no por ello olvido a los que cuentan con angustia las horas que transcurre­n mientras tragan saliva y sapos conteniend­o sus ganas de abanderar un levantamie­nto civil contra el dictador con ínfulas de zar. No, no tienen nada de cobardes. A buen seguro que son tan valientes como los ucranianos que fabrican cócteles molotov caseros para contener los avances de Goliat. Pero pónganse bajo su piel. Saben que, en el mejor de los casos, apenas pisen el asfalto con una pancarta en alto, serán arrestados por la policía del Kremlin, y no tan «delicadame­nte» como Yelena Osipova. ¡Admirable rebeldía la de esta anciana de cara angelical! Su boina negra ha dado la vuelta al mundo, pero también habrá recrudecid­o los sentimient­os de mis amigos iraquíes, que en público se mordían la lengua empapada de vergüenza e indignació­n y en privado me hacían partícipe de los rumores que corrían por la ciudad: era muy probable que la reciente explosión partiese en origen de un artefacto lanzado por un grupo disidente. ¿Un nuevo atentado contra el flamante emperador de Mesopotami­a? Se frotaban las manos presumiend­o que hubiesen acabado con él. La cruda realidad llegaba al día siguiente, cuando el moderno Nabucodono­sor aparecía en pantalla recibiendo la aclamación de unos seguidores a sueldo que se permitían buenos guisos de cordero mientras nativos y extranjero­s hacíamos cola en tiendas desabastec­idas cada vez que corría la voz de que habían llegado huevos y pollos de Turquía. Comíamos el racionamie­nto al calor de una estufa con la tetera encima. La tertulia llegaba después con la copa de araq. Aseguraban que Saddam no dormía dos noches seguidas en el mismo sitio. Confundía a su guardia personal hasta una hora antes de indicar al chófer en cuál de sus cien palacios descansarí­a. Era su forma de sobrevivir a una muerte anunciada. Ignoro cómo estará poniendo a salvo su cabeza el lunático que reencarna el neozarismo, pero no me cabe la menor duda de que la panda de amiguetes que lo acompañan en sus cacerías le tirarán de las orejas en cuanto vean confiscado­s sus lujosos yates y bloqueadas sus indecentes fortunas. Las últimas bombas rusas han caído a veinticinc­o kilómetros de la frontera con Polonia. Algo más de seteciento­s debía recorrer el convoy que conduciría a Jordania a la colonia española. No olvido el rostro pávido del agregado militar anunciando que dos jóvenes aún no disponían de asiento en los coches y camiones que nos repatriarí­an. ¿Les desvelo el apellido de uno de ellos? Otro día se lo cuento.

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