Colegio Aljarafe
Medio siglo después, añoro muchas de las cosas que aprendí en aquellas aulas
No recuerdo quién dijo —me he impuesto dejar de buscar respuestas en Google para conservar la poca memoria que me queda— que si Mick Jagger tuviera un ápice de dignidad moriría antes de cumplir los 40. El autor de aquella frase consideraba la madurez como una traición intolerable al espíritu rebelde que forjó la leyenda de los Stones. Pero Jagger hizo caso omiso del consejo y no sólo se acerca a los ochenta años, sino que anuncia una nueva gira; habrá que ir al Wanda en junio para comprobar si, anciano y millonario, mantiene su esencia contestataria. Como ocurre con sus geriátricas majestades, el Colegio Aljarafe acaba de cumplir medio siglo y su vigencia parece un milagroso regate al paso del tiempo. El Aljarafe vio la luz en 1972 para apostar por un modelo educativo inconformista, alejado de los parámetros dominantes en la época. Es decir, para a ser Stones antes que Beatles. Los alumnos de entonces no éramos conscientes de formar parte de un experimento pedagógico, y todo aquel entorno nos parecía normal: el pequeño zoológico de la alameda, a cuyos animales —incluido un buitre huraño— dábamos de comer; los huertos que cultivábamos; las paredes exteriores que decorábamos con dibujos mucho antes de aparecer el arte urbano del graffiti; las clases en el campo, en medio del olivar que rodeaba al colegio; la asignatura de Dramatización, a la que acudíamos vestido con un maillot negro para entrar en el universo paralelo de Ramón Resino; la de Texto Libre, en la que nos obligaban a idear historias y sin la cual yo no estaría ahora escribiendo esta columna; las asambleas, en las que los alumnos dirimíamos las infracciones imponiendo nuestros propios castigos, la ausencia de uniforme escolar, las huelgas o los encendidos debates sobre las polémicas más diversas. Todo aquello suponía una extraña anomalía en la Sevilla del tardofranquismo, un experimento que sobrevivió gracias al apoyo de la Obra Social de la Caja y la habilidad del director, Juan Garrido Mesa. Se trató de un ensayo del formato de educación laica y liberal —vagamente inspirado en la Institución Libre de Enseñanza— que se intuía como acorde a la España que todavía estaba por venir. Pero la percepción ciudadana era más simplista; a medida que crecíamos, los alumnos del Aljarafe nos fuimos enterando de que aquel colegio se consideraba en la ciudad como una fábrica de rojos. El modelo era revolucionario, pero lo cierto es que de aquellas aulas salimos especímenes de todo pelaje. Aunque muchos profesores no ocultaban una marcada militancia izquierdista, allí no se repartían consignas, sino alas para volar solo. Medio siglo después vivo en el país moderno que entonces sólo soñábamos, pero añoro muchas de las cosas que aprendí en aquel colegio: concordia, respeto al que piensa diferente y capacidad para debatir con ánimo constructivo. Unas materias imprescindibles para aprobar esa asignatura tan compleja que se llama libertad.