Animalismo legal
Los animales han de ser objeto de derechos y no sujetos de estos, lo que no significa que no estén protegidos en cuanto a su bienestar
QUIZÁ la mejor descripción sobre el animalismo actual la ofreció Chesterton, al que hay que reconocer sus cualidades proféticas. A través del Padre Brown, admitió que le gustaban los perros, eso sí, añadía: siempre que no se les tome por otra cosa de lo que son. En esas estamos precisamente, cuando los animales están siendo objeto de especial atención por parte del legislador en los últimos tiempos. Así, a finales del año pasado, se promulgó la Ley 17/2021, de 15 de diciembre, de modificación del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales, saludada por muchos como la norma por la que se ha logrado la ‘descosificación’ de estos, es decir, acabar con su consideración como cosas o bienes (muebles, obviamente). Aunque desde un punto de vista jurídico, nunca han tenido propiamente tal calificación, es cierto que quedaban en un territorio no bien definido (se hablaba de semovientes). A partir de ahora, en consonancia con lo que prevé el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea u otros ordenamientos jurídicos próximos, a los animales se les considera seres sensibles o sintientes. En concreto, el nuevo artículo 333 bis del Código Civil los define como «seres vivos dotados de sensibilidad»; no son cosas, por tanto, aunque este mismo precepto dispone que les será aplicable, en lo que sea compatible con su naturaleza, el régimen de éstas.
La Ley, que afecta con distinto alcance a un importante número de preceptos, es considerada por algunos una clara manifestación de la llamada ‘humanización’ de los animales, es decir, de su práctica asimilación a los seres humanos, considerándolos, como estos, sujetos de derechos. Quizá sea una conclusión un tanto exagerada pero es verdad que la norma, criticable por diversas razones, en cierto modo los humaniza, otorgándoles un tratamiento equiparable en algunos puntos al de las personas. Así, por ejemplo, han de contemplarse las alusiones al interés del animal de compañía como criterio decisorio sobre su destino en las medidas a adoptar sobre los mismos en las situaciones de crisis matrimonial. Por fortuna, para frustración seguramente de los animalistas, no se considera superior dicho interés al de los individuos, como parece que llegó a plantearse en alguna enmienda presentada durante la tramitación de la Ley. Como ha apuntado la profesora Díaz Alabart, los animales han de ser objeto de derechos y no sujetos de estos, lo que no significa que no estén protegidos en cuanto a su bienestar, pero evitando desde luego la equiparación entre humanos y animales del mismo modo que ha de evitarse la de animales y cosas.
Sin embargo, justamente en esta dirección, en la de reconocerles derechos y humanizarlos abiertamente, se movería el Anteproyecto de Ley de protección, derechos y bienestar de los animales, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 18 de febrero. Elaborado en el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, en el seno precisamente de su sorprendente Dirección General de Derechos de los Animales, esta futura ley deja clara, desde su exposición de motivos, esta inspiración al considerarlos como «seres dotados de sensibilidad cuyos derechos deben protegerse». A pesar de su extensión —nada menos que noventa artículos, a la altura de sus ambiciosos objetivos, pensarán sus promotores—, no establece en ningún momento un listado de tales derechos, algo, en nuestra opinión, absolutamente imposible e improcedente. Estos, tal vez, hay que reconocerlos implícitos, como su reverso, en las innumerables obligaciones y prohibiciones que se prevén para las personas respecto de los animales. En su definición, la futura ley alcanza un impactante (en un sentido negativo) nivel de detalle; se consigna en la misma, por ejemplo, y ello nos da una idea del lamentable tono reglamentario que adopta, como una obligación general respecto de los animales de compañía, la de no dejarlos en ningún momento dentro de vehículos cerrados, expuestos a condiciones meteorológicas que puedan poner en peligro su vida. Por supuesto, se crea un complicado entramado de organismos varios y se llega disponer la realización de un curso de formación para la tenencia de perros. Desde luego, la ley proyectada hay que considerarla, por todo esto y por su lamentable factura técnica, una contribución más a ese sumidero en el que se ha convertido nuestro ordenamiento jurídico.
Y es que hace tiempo que el legislador español parece haber olvidado aquella oportuna recomendación de Bastiat de que las leyes para ser respetadas han de ser ante todo respetables.
La intervención de la ministra concernida en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros en el que se aprobó el Anteproyecto volvió a adolecer de lo de siempre: el adanismo habitual y la amplificación triunfalista de un supuesto logro para nuestro progreso como país. Ese día tocaba envolverse en la bandera del animalismo: «Hoy empezamos —se ufanó Belarra— a reducir la distancia con el sentir social que busca proteger a los seres vivos». Visto de cerca, lo único que se observa, además de apreciar de nuevo su falta de respeto por las leyes, convertidas en una pieza más del espectáculo, es una banalidad y una frivolidad difícilmente soportables. Seguramente, ensimismada y aplicada a cuestiones tan importantes como ésta seguía la ministra cuando las bombas comenzaron a caer sobre Ucrania.
CÉSAR HORNERO MÉNDEZ ES PROFESOR DE DERECHO CIVIL DE LA UNIV. PABLO DE OLAVIDE