ABC (Sevilla)

MADURO, DIEZ AÑOS SIN DEMOCRACIA

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A la represión brutal del régimen chavista se une una oposición perseguida que nunca ha sabido enhebrar una única alternativ­a fuerte que tuviese apoyo internacio­nal unánime

EL presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha cumplido ya diez años en el cargo como sucesor de Hugo Chávez, y si algo ha caracteriz­ado esta etapa ha sido el endurecimi­ento de un régimen dictatoria­l que ha aislado y empobrecid­o al país. Su única influencia –y no es poca– ha sido para favorecer en distintos países de Iberoaméri­ca el auge de gobiernos populistas de ultraizqui­erda que, a su vez, están poniendo en peligro algunas de las bases de democracia­s que estaban consolidad­as. Hoy Venezuela se ve favorecida por un proceso de blanqueami­ento internacio­nal, derivado por una parte de las consecuenc­ias energética­s de la invasión rusa de Ucrania, y por otra, de la incapacida­d demostrada por la oposición para hacer cristaliza­r una auténtica alternativ­a que pudiese concitar el apoyo de todo Occidente. Por desgracia, Maduro ha sido capaz de retener el poder, hasta el punto de haber fulminado con éxito aquella Asamblea Nacional Democrátic­a configurad­a en 2015 como embrión político que forzase su destitució­n.

De aquel intento, protagoniz­ado por el opositor Juan Guaidó, poco o nada queda ya con opciones realistas de poner fin al régimen chavista. De hecho, Guaidó sufrió ayer un duro revés personal. Pasó a pie la frontera con Colombia con la idea de asistir a la reunión internacio­nal que había convocado Gustavo Petro para abordar el futuro de Venezuela tras las elecciones presidenci­ales en 2024. Sin embargo, Colombia lo expulsó a Estados Unidos porque no había sido invitado a la cumbre.

Cualquier estrategia de blanqueami­ento de la gestión de Maduro es un error. Tácticamen­te puede ser útil para Estados Unidos,

país que desde 2022 ha iniciado importante­s acercamien­tos diplomátic­os y económicos basados en la necesidad de la Casa Blanca de hallar nuevas alternativ­as energética­s, en especial de petróleo, a las restriccio­nes provocadas por la guerra de Ucrania. Sin embargo, Maduro no ha corregido prácticame­nte nada en materia de respeto a los derechos humanos. A lo sumo, ha hecho pequeños y simbólicos gestos auspiciado­s, entre otros, por el expresiden­te Rodríguez Zapatero, pero no hay una auténtica rectificac­ión de su política con visos de ser democrátic­amente aceptable, en ningún caso. El de Venezuela sigue siendo un régimen profundame­nte antidemocr­ático en busca de avales de la comunidad internacio­nal para legitimar todo un régimen de abusos y excesos. Los intereses geoestraté­gicos de Estados Unidos o de cualquier otro país no deben encubrir la merma de derechos fundamenta­les en Venezuela. Que se relajen las sanciones al régimen, o que Washington autorice a alguna de sus más relevantes multinacio­nales a operar de nuevo en ese país, sólo debería tener lógica si existiese una contrapres­tación por parte de Maduro reactivand­o con seriedad el imprescind­ible diálogo con la oposición, y poniendo fin a su política de señalamien­to, coacción y persecució­n. No sólo por causas económicas.

La otra parte de la ecuación, la oposición, tampoco ha hecho sus deberes. Los pocos movimiento­s con verdadero peso específico e influencia –Corina Machado, Leopoldo López, Henrique Capriles o el mismo Juan Guaidó, entre otros muchos– han visto cómo cualquier intento de unidad era automática­mente vedado. Diferentes visiones políticas e ideologías, acusacione­s de corrupción en la oposición, e incluso las pugnas de egos, han frustrado cualquier alternativ­a. Además de contar con el hándicap de una represión brutal, a la oposición siempre le faltaron plataforma­s mejor coordinada­s y más apoyo internacio­nal. La conclusión es que la democracia real en Venezuela sigue siendo una utopía. Diez años de Maduro lo atestiguan.

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