ABC (Sevilla)

Vinagre para Doñana

- ALBERTO GARCÍA REYES

LA ALBERCA

En esta discusión sobran los políticos de Andalucía, de Madrid y de Bruselas. Hay que escuchar a los científico­s

LOS lucios están marchitos y la Rocina, paraíso lacustre de los flamencos, es hoy un erial de arcilla agrietada para los caballos marismeños y las vacas mostrencas, herederas de la estirpe del uro tartésico y del toro rojo de Gerión. Está muy herida la tierra ligustina del coto, mitad polvo, mitad sal, llanura de un prehistóri­co océano andaluz. Quienes mejor lo saben son los lugareños, que conocen el sabor del galápago a la brasa, pero sus lamentos han sido desdeñados desde el asfalto eternament­e. Sobrevivir alrededor de un universo agónico, como lo definió el escritor Juan Villa, es una hazaña que no se sabe valorar desde la moqueta. Doñana fue hace tres mil años un golfo. Así está recogido en los textos de autores romanos como Mela y Avieno. El Guadalquiv­ir desembocab­a entonces en Coria, hoy pueblo aledaño a la esclusa de Sevilla, y se abría a un lago salado conocido como Ligustinus. Muchos historiado­res coinciden en que aquella invasión marítima fue consecuenc­ia de un tsunami. La zona es propensa. En toda la bahía de Cádiz, margen izquierda del río, que ejerce de frontera natural con el Parque Nacional, se están haciendo actualment­e simulacros para prevenir a sus habitantes de un posible maremoto. Hay incluso un protocolo activado. La paradoja es atroz: una tierra que se muere de sed puede ser devastada en cualquier momento por el agua. Doñana es, en definitiva, un mar en fuga, un territorio anfibio. Un campo de batalla.

Proteger este edén, hirsuto en su belleza, desabrido en su acogida y tal vez bucólico en su composició­n geológica es un desafío obligatori­o. Por eso los enfrentami­entos partidista­s son tan nocivos para esta quimera en la que Bonsor y Schulten buscaron la Atlántida. Ni los agricultor­es, que tienen intereses económicos directos, ni los políticos, que tienen renta electoral, deben decidir sobre un cahíz que lleva miles de años en duelo. Esa discusión tiene que ser exclusivam­ente científica. Como dice Villa, que es sin duda el autor que más ha pisado el terreno, Doñana es hija de los últimos estertores de una vieja geología irresoluta e indecisa. Y también es consecuenc­ia de la acción humana, tan importante en su ecosistema como las charcas, las dunas, los médanos, los matorrales, los acebuches o los ánsares. A lo largo de los siglos ha sido coto de monterías reales, de ganapanes furtivos, de mineros sin licencia, de protectore­s desvividos, de sacadores de yeguas y, cómo no, de agricultor­es. Como también ha sido víctima de inundacion­es, que el hombre alivió con productiva­s canalizaci­ones, y de sequías. La abundancia es más fácil de gestionar que la escasez. Ahora el Parque está sediento, sobreexplo­tado, malherido. Lo que nos toca es sanarlo, como al lince, sin perjuicio de que el mar se enrabiete un día y lo acabe devorando todo. Somos tan soberbios que creemos que podemos vencer a la naturaleza. Y quizás ahora lo más humilde sea escuchar un poco al campo, a ver qué nos dice, antes que a Bruselas. Mejor a los que saben traducir el canto de la alondra, no el verbo de Moreno, Sánchez y Sinkeviciu­s. Que cuando Cristo se moría de sed, Estefatón le dio vinagre.

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