ABC (Sevilla)

El pan de pueblo no existe

- MARÍA JOSÉ FUENTEÁLAM­O

TIRO AL AIRE

Separar por etiquetas falsas a la ciudadanía es el pan de cada día de la nueva política polarizado­ra. Hay que decirlo más

ESTO que les voy a contar creo que ya no se puede hacer en este país. Pero, como de ser delito –aunque quizá el delito es que hoy esté prohibido– ya habría prescrito, allá voy. En nuestros veranos adolescent­es en el pueblo, los de mi generación solíamos echar una mano en la industria familiar correspond­iente. Del campo a la barra del bar, pasando por el despacho al público del negocio que tuvieran tus padres. Eran tiempos aquellos en los que la profesión se consignaba en el carnet de identidad. Quizá como podía heredarse como el apellido, se llevaba aquel ejercicio de trabajar en lo tuyo, con los tuyos. La prueba iba bien para hacer equipo con la familia, pero sobre todo para saber si querías seguir o no en el negocio familiar. A la vez, por lo de compartir lo vivido con los amigos, aprendías de otros sectores.

Fue así como me enteré de que el pan de pueblo no existe. La explicació­n nos la daba Carmen sin necesidad alguna de entrar en la masa. Un día de verano cualquiera en su panadería, una mujer cuyo único rasgo importante es que era forastera, que es como llamamos allí a los que no son de allí, entró en el horno. No hizo nada raro. Sólo una pregunta. Que si tenían pan de pueblo. Para nosotras el chiste ya no debe continuar, pero ¿cómo salió nuestra amiga del aprieto? Digamos que tiró de eso del cliente y la razón. Extendió un brazo hasta el máximo de su envergadur­a –me la imagino forzando el movimiento escapular como una bailarina rusa– y con una contundent­e ligereza fue señalando todas y cada una de las baldas del despacho, sin dejarse ni una, a la vez que con total tranquilid­ad le decía a la mujer: «Sí, señora, todo éste». Años después, todavía nos preguntamo­s cómo pudo aguantar la risa.

Si alguien sabe lo que lleva el pan de pueblo, que lo diga, aunque nos arruine la historia. De acuerdo, suena a masa madre añejísima, a harina ‘premium’, a cocción lenta, a corteza fuerte y miga consistent­e. Podría ser de barra o de hogaza, porque la forma no está clara. Tampoco si puede llevar grano integral o eso contamina el concepto, tan irreal como romántico. Imaginen una cata a ciegas, ¿podrían diferencia­rlo del resto?

Vivo sabiendo que llegará el día en que a alguien se le ocurra decir que comprando pan de pueblo se ayuda a la España rural. Al estilo de una maceta en cada balcón por el clima. Ponga una rebanada de este pan en cada comida y arreglamos entre todos la despoblaci­ón, el abandono del campo y la inflación de los productos frescos. Ya lo decía Lola Flores, impulsora de la microsolid­aridad española. No sé si lo de que el pan de pueblo no existe, sino que depende de dónde se compra, pero sobre todo de dónde pueda cada uno ganárselo, lo aprendimos primero en los pueblos o lo saben también en las ciudades. Pero que separar por etiquetas falsas a la ciudadanía es el pan de cada día de la nueva política polarizado­ra hay que decirlo más.

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