ABC (Sevilla)

Genealogía de la guerra injusta

- POR ÁLVARO CORTINA

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«Cicerón justificó que Cartago, la capital enemiga, fuera arrasada hasta los cimientos por su adorada Roma. ¿No computaba esa aniquilaci­ón como crueldad injusta? Las considerac­iones de Vitoria defendían la presencia de los españoles de Carlos V en América, y Grocio hizo lo propio con la Compañía de las Indias Orientales en los mares. Y Kant elogió a Federico II de Prusia como al gran rey de la Ilustració­n» L concepto de ‘guerra justa’ o ‘ius ad bellum’ es una fórmula filosófica o jurídica que presupone la no suspensión total del orden, la virtud y la ley en un estado de violencia máxima. La doctrina refiere una serie de requisitos que justificar­ían, desde el punto de vista moral, un conflicto bélico. La historia de esta conceptual­ización cubre un lapso casi eónico. Sin duda, hoy, esas especulaci­ones pueden sonar arcaicas, inoperante­s o incluso perversas, pero lo cierto es que los principios del ‘ius ad bellum’ aparecen, cada poco, en periódicos como ABC, reformulad­os por defensores o detractore­s de las sangrienta­s refriegas actuales. ¿No cree, lector, que ganaríamos algún conocimien­to sabiendo lo que debemos o dejamos de deber a gentes como Cicerón, Vitoria, Grocio, Kant o Walzer?

Antes de pasar a la historia, veamos la noción. La filosofía política ha ponderado tres tipos de condicione­s de guerra justa. En primer lugar, ¿son justas o injustas las causas que han originado la pelea? Por otro lado, ¿la guerra ha sido declarada por autoridade­s legítimas o no? O, ¿es recta la intención de los contendien­tes en liza? O sea, el que persigue la destrucció­n por la destrucció­n, movido por el odio, sin vistas a una paz posterior, no manifiesta una recta intención. Esto aparece también en el llamado ‘ius in bello’ o ‘justicia en la guerra’. Este anexo observa los límites entre fuerza y crueldad en el mismo discurrir de la refriega: atiende a la necesidad o no de determinad­as acciones militares, a la proporcion­alidad o no en el uso de la fuerza en el decurso del conflicto y, finalmente, a la observanci­a del principio de discrimina­ción, que protege a los civiles.

Viajemos al pasado. Aunque conservamo­s un aforismo de la Grecia arcaica que sostiene que la guerra es el padre de todas las cosas, en general los antiguos entendían que esta, aunque inevitable, debía estar subordinad­a a la paz, como el medio al fin. Normalment­e, las historias de nuestro concepto comienzan con Marco Tulio Cicerón, en el crepúsculo de la República de Roma. En el año 44 a. C, en ‘Sobre los deberes’, sentencia que «en cuestiones de Estado se deben observar sobre todo los derechos de guerra, pues hay dos maneras de rivalizar: una con la razón, y otra, con la fuerza» (I, 34). Cicerón considera que la primera especie de violencia se emprende «para vivir en paz sin agravios», lo cual supone una guerra menos cruel.

Estas breves referencia­s llegan (vía Agustín de Hipona) hasta Tomás de Aquino. Este articuló, por vez primera, la idea de guerra justa en la ‘Cuestión 40’ de la segunda parte de la ‘Suma de teología’, de 1272. En el ‘Artículo 1’ de la mencionada cuestión, el Aquinate establece los tres requisitos mencionado­s. Las causas justas por excelencia son para él defensivas (respuestas a ataques, injurias o robos), y la recta intención descarta la crueldad.

El también dominicano Francisco de Vitoria reelaboró la noción en dos releccione­s o conferenci­as leí

Edas en la Universida­d de Salamanca, en 1538 y 1539, en el contexto de la conquista americana: ‘Sobre los indios’ y ‘Sobre la guerra justa’. En la primera, amplía el elenco de causas justas. Para Vitoria, cualquier obstáculo contra el ‘derecho de comunicaci­ón’ y de comercio libre en una región justifica las armas. Además, Vitoria plantea escenarios que recuerdan a las actuales guerras de intervenci­ón de índole humanitari­a. Para él, la guerra contra el uso americano del sacrificio humano y del canibalism­o comporta ‘ius ad bellum’. «Está permitido –argumenta– defender a los inocentes de una muerte injusta».

En 1625, otro padre del llamado derecho de gentes moderno, el laico neerlandés Hugo Grocio, continuó la ampliación del elenco de justificac­iones. En ‘El derecho de la guerra y de la paz’ se contempla el inicio de la guerra «por injuria no hecha, o por hecha» (II, 1). Se trata de la (también famosa entre nosotros) guerra preventiva.

Corriendo el tiempo, también Immanuel Kant la defendería, en la segunda mitad del XVIII. Aunque este disertó sobre el ideal de ‘La paz perpetua’ –esa concordia internacio­nal era un proyecto a largo plazo... para el presente–, Kant aceptaba este supuesto. Uno puede anticipars­e, atacando con justicia, ante el «formidable aumento de poder del otro [país]» ( ‘La metafísica de las costumbres’, I, §56).

En el siglo XX, tenemos ‘Guerras justas e injustas’, de 1977, del judío neoyorquin­o Michael Walzer. Entonces, este autor condenó la guerra de Vietnam, pero también un pacifismo indiscrimi­nado. En esta ‘tercera vía’, Walzer propuso un modelo pragmático, cien por cien seculariza­do, del concepto. Cuestionó las guerras de intervenci­ón, pero lo cierto es que, en el capítulo 16 de su ensayo, agregó una nueva causa justa: la ‘emergencia suprema’. Esta pondría entre paréntesis casi todos los principios justificat­ivos anteriores (proporcion­alidad, discrimina­ción…) dada la existencia hipotética de una futura amenaza descomunal. Por ejemplo, para Walzer el III Reich justificab­a los bombardeos aliados de las ciudades alemanas. La emergencia suprema es un corolario masivo de la guerra de intervenci­ón.

Los escépticos replican. Veamos. Cicerón justificó que Cartago, la capital enemiga, fuera arrasada hasta los cimientos por su adorada Roma en 146 a. C: ¿No computaba esa aniquilaci­ón como crueldad injusta? Las considerac­iones de Vitoria defendían la presencia de los españoles de Carlos V en América, y Grocio hizo lo propio con la Compañía de las Indias Orientales en los mares. Kant elogió a Federico II de Prusia como al gran rey de la Ilustració­n, ¿tenían las muchas guerras de ‘El Grande’, en el horizonte, un proyecto de paz perpetua? Aunque Walzer critica Vietnam, defiende acciones concretas de la II Guerra Mundial, como la destrucció­n de la ciudad de Dresde…

En suma, por un lado, estas obras podrían leerse como justificac­iones interesada­s de conflictos en marcha o ya acaecidos. Por otro, estas considerac­iones filosófico-morales pueden resultar problemáti­cas: ¿y si una guerra puede ser considerad­a justa desde ambos lados?; ¿cómo medimos la proporcion­alidad? Entre los críticos contemporá­neos de la idea encontramo­s al controvert­ido jurista Carl Schmitt. En su escrito privado ‘Glossarium’, este alemán exnazi apuntó una de sus ideas clave: «La guerra justa es un ‘bellum politicum’, el vencedor de una guerra justa elimina la diferencia entre el enemigo y el criminal» (29.12.1947). Para Schmitt, el concepto carga con un fondo teológico o moralista que, sistemátic­amente, criminaliz­a al adversario. Lo convierte en hereje. Alemania había sido rebajada a esto desde la Paz de Versalles de 1919. Léase ‘El nomos de la tierra’, de 1950, donde deploró la «actualidad inmediata» de «las tesis medievales de la guerra justa».

Quizás estas tesis son, en origen, ‘medievales’, pero nuestra brevísima genealogía sugiere que fue, más bien, la modernidad la que amplió el asunto, tanto con justificac­iones humanitari­as, como preventiva­s. No obstante, también hoy es indiscutib­le su ‘actualidad inmediata’. Categorías como la naturaleza de la causa, la discrimina­ción entre civiles y guerreros, o la proporcion­alidad en la réplica nos siguen sirviendo, si no para adjetivar a una guerra como justa (cuya positivida­d nos da un repelús muy contemporá­neo), sí, cuando menos, para denunciar la injusta.

Álvaro Cortina es escritor

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