La procesión más modesta
de palmas y olivos. Son enternecedores esos cortejos chiquititos, casi agregados, sin papeleta de sitio ni nómina que consultar. Por la Avenida, el arzobispo Saiz Meneses cierra la procesión que da media vuelta a la Catedral una vez concluidos el oficio de lecturas y las laudes de la mañana que los canónigos tienen que rezar en el coro.
Qué contraste con las cofradías de penitencia, tan organizadas, tan sofisticadas, tan milimétricas y tan pendientes de los partes meteorológicos que, a esa hora, eran poco halagüeños. La procesión de las palmas no se parece a ninguna otra. Esa ingenuidad espontánea poco tiene que ver con la circunspección de las procesiones de impedidos en Pascua, ni con la compostura de la del Corpus. Si acaso, se asemeja a las modestas procesiones de agrupaciones parroquiales a cara descubierta, con saludos entre vecinos y cabezadas al párroco en la que todo el mundo se conoce.
En la Magdalena, la procesión de las palmas salió por la puerta lateral (la principal está a los pies de la iglesia) apenas unos minutos después de las once y media de la mañana mientras las campanas repicaban para anunciar la salida procesional. Palmas y ramos mientras se cantaba la canción de las subidas, el salmo 121: «¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!».
Bastaba un diputado de cruz parroquial de guía para frenar los coches que querían subir por Bailén o por Cristo del Calvario. En veinte minutos le había dado la vuelta a la manzana y el pueblo que había vitoreado ¡hosanna! volvía a entrar en la parroquia para continuar la celebración del Domingo de Ramos en la que se lee la Pasión. En San Vicente, el párroco subió a los niños al presbiterio y alrededor del altar jalearon los ramos verdes gritando con algarabía la entrada triunfal antes de salir a la calle. Sencillez e ingenuidad, qué hermosa lección.
Catedral
En la Catedral, el exorno del altar del jubileo combinaba varetas de olivo con palmas, muy apropiado. Hasta los angelitos del ostensorio que labró Laureano de Pina llevaban sus palmitas amarillas en la mano, cada uno la suya. El arzobispo de Sevilla, José Ángel Saiz Meneses, también llevó la suya, rizada y labrada en la procesión más fácil y menos envarada de cuantas tiene en el año y no digamos la magna magnísima que se espera para rematar el congreso de Religiosidad Popular en diciembre . En la homilía, había contrapuesto «la acogida entusiasta de Jesús en Jerusalén, y el drama de la Pasión; el hosanna festivo y el grito de ¡crucifícalo!; la entrada triunfal y la muerte en la cruz».
Tal vez sea eso lo que hace más sencilla la procesión de las palmas, la primera del Domingo de Ramos, incluso para un día como el de ayer, que no debiera haberse llamado así para no desprestigiar su historia. ¿Dónde se fue esa luz que han cantado los poetas de todos los tiempos, esa alegría contenida pero desbordante que lo inunda todo con su gracias? ¿Dónde se fue la luminosidad del Domingo de Ramos bajo el cielo embarrado de ayer?
Ambiente frío La mañana del Domingo de Ramos se convirtió en preludio de una jornada deslucida
Olivos y palmas Extraordinario exorno del altar del jubileo de la Catedral para la misa de palmas