POR DIEGO J. La pereza
«Luchemos con el alma unida por el mismo credo: es nuestra victoria. Un corazón late en la herencia de tres capitales: Jerusalén, Atenas y Roma. Recordemos su diástole en Toledo, cuando tomamos el relevo civilizatorio de Europa. Y no tengamos miedo. Sabemos que Sócrates venció a la cicuta que acabó con su vida y expandió su obra. Y Jesucristo, que fue muerto por impío, vive y reina desde el momento en que se elevó en un madero. La victoria nos espera en la tierra y en el cielo»
ESTAMOS en guerra. Urge decretar la movilización general. Resulta perentorio reorganizar la producción, transformar la economía para afrontar el esfuerzo que se avecina, reclutar los corazones de nuestros conciudadanos y enfrentarnos a un enemigo común y, sin embargo, particular, y que amenaza con nuestra destrucción. Y usted, querido lector, levanta ya la mirada del periódico y escruta la calle, buscando el humo de los bombardeos, el frenético movimiento de tropas, el descarnado triaje de los heridos. Preocúpese: no encontrará aún nada de eso. En su lugar, hallará a individuos en los que antes encontraba amigos, occidentales, compatriotas y hoy subsisten en masa anónima agitada en particulares intereses sin preocupación alguna por lo común. Hombres sin raíz ni suelo que les sustente, hidropónicos desertores de la historia y la tradición, ignorantes de nuestro télos y fin civilizatorio, pretenciosas pompas de jabón flotando en el signo de los tiempos.
La contienda, querido amigo, se desarrolla en su casa, en su círculo de relación, en su familia, en el interior de usted mismo. Es un choque continuo de deconstrucción, cuyo objetivo es que usted y yo pongamos en duda nuestro propio ser más profundo, más cierto. Como en los muebles en serie, se espera que lo hagamos nosotros mismos: que escribamos los cargos, acusándonos de ser lo que somos; que nos juzguemos, condenemos y, a ser posible, nos ejecutemos con la muerte civil del silencio cómplice y cobarde que nos atenaza cuando descubrimos que nuestra voz en nada cambia la sinfonía del desconcierto.
Europa, Occidente, cristiandad… resulta difícil determinar nuestro ámbito de acción, cuando hace sólo unos siglos estos términos conformaban perfectos sinónimos, y era nuestra patria la encargada de expandirlos por el orbe. Cual sea la denominación que nos incomode menos, nuestras sociedades se encuentran comprometidas en todas las esferas de su existencia: somos sujeto de intimidación militar, tal y como lo muestra la templada observación de los conflictos bélicos actuales, los presentes y los ausentes de la reflexión pública. Sufrimos desafíos económicos cuantificados en nuestro estancamiento, que se traduce en declive relativo en renta, innovación y posibilidades de futuro. Propiciamos un doble peligro de la propia desaparición: la física, consecuencia de nuestro deterioro demográfico, y la ontológica, por la persistencia en ignorar quiénes somos, cómo nos hemos constituido y cuál es nuestro propósito.
Nuestra civilización mantiene en los últimos milenios una doble pugna, exterior e interior. Y para tener éxito en la primera es forzoso dominar la segunda: la lucha interior que se despliega en el esfuerzo y la dificultad para reconocer y pacificar los distintos que nos conforman. Hemos tenido un notable éxito a lo largo de nuestra historia: desde el ‘zoon politikón’ aristotélico que concilia naturaleza animal y organización ciudadana, a nuestras contemporáneas constituciones democráticas, contradictorias heteronomías del consenso autónomo, pasando por lo realmente constitutivo de nuestro carácter: nuestra cosmología cristiana y universal, en la que reconocemos al Verbo, Dios y hombre; o a la Trinidad, tres Personas y un solo Dios. Hemos sido capaces de zafarnos y superar la dialéctica de aparentes contrarios, no para sintetizarlos sino para reconocerlos conciliados y presentes en unidad fecunda, sin confusión, sin división, y sin separación.
No han faltado pensadores que separan razón y fe, cuerpo y alma, para negar uno u otro; heresiarcas para los que la verdadera y simultánea divinidad y humanidad en Cristo resulta tan difícil de entender como la subsistencia de unas gotas de agua en perfecta mezcla en un cáliz lleno de vino; totalitarismos que disuelven a la persona en clase, el pueblo en colectivo o masa. Venimos triunfando hasta hoy, aunque no sin heridas, cuya falta de cauterización puede abrir la brecha por donde entre el humo de la división, la calumnia y la mentira que arroja a unos contra otros, lo que, etimológicamente, resulta diabólico. La dialectización de Europa supone una disgregación que difícilmente puede prepararnos para afrontar los embates de los enemigos que esperan a las puertas.
Como usted, lector amigo, habrá imaginado ya, urge plantear tres cuestiones: ¿hay remedio?, ¿de qué manera podemos realizar la movilización general?, ¿cuáles son nuestras armas y estrategias vencedoras? Permítanos aliviar el suspense: ¡sí, hay remedio! Sí, podemos movilizarnos, ¡aún estamos en tiempo! Importa, entonces, determinar cómo prepararnos, cuáles son las armas con las que revestirnos, qué estrategia debemos seguir. La respuesta es de nuevo sencilla: ‘gnothi seauton’, conócete a ti mismo. Retomemos lo que nos transforma en estos últimos milenios y constituye en centro de desarrollo civilizatorio; cuna de asunción de la dignidad humana intrínseca y esencial; generación de conocimientos y oferta de respuestas ante los retos del mundo; descubrimiento y mesura de lo real mediante la razón y las ciencias; nacimiento de las universidades, ‘ex corde Ecclesiae’, para la búsqueda de la verdad para el bien de la persona y la comunidad. Volvamos a ser potencia en investigación y razón que reconoce la realidad y la transforma con objeto de propiciar el bien común, las condiciones de la vida social que permiten a la sociedad y a sus miembros alcanzar la perfección plena. Seamos generosos y libres, alistándonos en los pequeños pelotones que nos articulan: amigos, familias, empresas; clubes, regimientos y parroquias. Regiones y naciones.
Contemplemos a la patria como lugar de encuentro libre entre vivos y muertos, y aun de los que faltan por llegar, unidos en historia y propósito. Juremos todos y cada uno fidelidad a las virtudes, persiguiendo nuestra eximia versión. Seamos fieles al propósito, inserto en nuestro ser y que clama por elevarse y enrolarse en la aventura que España lideró y compartió, por siglos, con el mundo. Volvamos a jurar nuestra bandera trascendiendo el gesto. Confirmemos común fidelidad a nuestra íntima esencia humana y a los modos relacionales que de ella se derivan: nuestro ser individual y nuestro hacer universal, pulido en milenios.
Luchemos con el alma unida por el mismo credo: es nuestra victoria. Un corazón late en la herencia de tres capitales: Jerusalén, Atenas y Roma. Recordemos su diástole en Toledo, cuando tomamos el relevo civilizatorio de Europa. Y no tengamos miedo. Sabemos que Sócrates, el más griego de los griegos, venció a la cicuta que acabó con su vida y expandió su obra. Y Jesucristo, que fue muerto por impío (¿cómo puede serlo el Dios eterno?), vive y reina desde el momento en que se elevó en un madero. ¡Qué menos entonces que enfrentarnos en nuestro corazón a nuestros miedos! La victoria nos espera en la tierra y en el cielo. Lo contrario sería suicidio horrendo, desidia mentirosa, e inicua pereza. La pereza. No nos la podemos permitir.