La Sevilla aguada
Están pasando cosas en la Semana Santa que vulgarizan el canon sevillano y estas lluvias no están retratando
LLUEVE a manojos sobre los charcos por los que habría de pasar el monte de claveles y el agua sueña que cae como cencellada mañanera por la canastilla de plata del palio. No salimos. No debemos salir. Y ya está. Justificar una mala decisión en las ansias de los nazarenos es populismo. Un hermano mayor está para decidir bien. En eso consiste mandar, no en tener la autoridad, sino en buscar la razón. Gobernar para el aplauso es siempre un error. La lluvia es una necesidad perentoria, hay hermandades que incluso han solicitado a Palacio salir en procesión para implorar aguas del cielo. Aquí las tenéis. No es vuestra culpa, ni la de los hermanos que llenan el templo a la hora de la salida. Pero es vuestra responsabilidad. Como dice Paco Robles, la Semana Santa existía antes que nosotros, existe mientras vivimos y existirá después de nosotros. Aquí las decisiones nos trascienden. Forman parte de una tradición que no nos pertenece. Sólo somos intermediarios, no propietarios.
Pero en las vacilaciones de algunas juntas de gobierno hay que hacer un análisis de luces largas. No nos quedemos en lo de estos días, si el Domingo de Ramos tendrían que haber salido tales cofradías o no, si ayer las decisiones se tomaron por derecho. No. Miremos al horizonte y hagamos autocrítica. Sevilla siempre ha sido una ciudad exquisita. Sus fiestas mayores son referencia universal por su estética sublime y por su sentido de la medida. Y desde hace unos años atravesamos un proceso de vulgarización que no sabemos a dónde nos va llevar: procesiones extraordinarias a tutiplén, pasos piratas hasta en verano, una fiebre por las bandas, comunicados para despedir o fichar a capataces, discusiones públicas sobre los tiempos de paso por la Carrera Oficial, debates sobre cambios de itinerario, campañas electorales en hermandades divididas con presentación de programas políticos y, para rematar la lista, salidas en plena lluvia para que los nazarenos no lloren. Siento asumir el papel de malaje rancio en tribuna pública, pero alguien tiene que decir a voces lo que cientos de sevillanos susurran.
Sevilla es el canon de la Semana Santa para muchos otros lugares del mundo. Y en plena globalización, cuando hermandades de cualquier parte pueden adquirir pasos de postín, lo que nos eleva es el tiempo. Si la pátina de un cristo del siglo XVII es inimitable, la costumbre de un sevillano también. Porque no es aprendida, es heredada. Todavía se conservan algunos detalles que lo demuestran. Por ejemplo, el Domingo salía la Borriquita de la calle Cuna lloviendo barro y nadie, absolutamente nadie abrió al paraguas hasta que el Señor de la Sagrada Entrada terminó de pasar. Pero en esta era de las sillitas, la ley seca de la Madrugada, los cristos con capote, los estandartes con plástico antes de salir del templo y los paquetes turísticos con silla en la Campana incluida, la ciudad se está aguando como el vino peleón. Por eso estas aguas son una metáfora. Nunca pensé que el precio para llenar los pantanos iba a ser este vaciado de nuestra historia.