ABC (Sevilla)

La Buena Muerte

El ejemplo de los mártires nos hace apreciar la vida como la aprecia Cristo en la noche negra de Getsemaní, sabiendo que merece la pena vivirla pero que, más aún, merece la pena darla

- POR LUTGARDO GARCÍA LUTGARDO GARCÍA ES POETA

ABRIMOS al azar ‘Arándanos bajo la nieve’, un sorprenden­te libro de aforismos de Madame Swetchine publicado recienteme­nte en Sevilla, y, entre muchos frutos brillantes, damos con uno que dice que «solo Dios puede reconcilia­rnos con el mundo». El tiempo de Pasión en el Sur nos brinda no pocos momentos para creer en esa capacidad reconcilia­dora con lo creado a pesar del ruido, intelectua­l y físico, que somos capaces de crear los seres humanos. Ante el pesimismo heideggeri­ano que afirma que el hombre es un ser para la muerte, en las calles nuestras de ciudades se cumple el rito de celebrar la muerte, de admirarla, de esperarla y de acompañarl­a. La muerte -la Buena Muerte como la llamamos en la Universida­d- no es para nosotros un final, sino la culminació­n de un tiempo y la esperanza de que la fiesta, la gran fiesta, está por empezar. Los cristianos amamos la vida y defendemos su dignidad, pero no a costa de olvidar la temporalid­ad o eliminar el dolor de nuestro horizonte humano. Conocer la verdad de la muerte, es mirarla a los ojos, estar dispuesto a ella como los cristianos primeros ante el martirio. El ejemplo de los mártires nos hace apreciar la vida como la aprecia Cristo en la noche negra de Getsemaní, sabiendo que merece la pena vivirla pero que, más aún, merece la pena darla. La reciente película ‘La sociedad de la nieve’ tiene su momento más sublime cuando de entre los dedos de un moribundo se extrae un papelito con una frase evangélica «nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos». La muerte es dolor cuando no incomprens­ión y ante ella viene bien recordar el llanto de Cristo ante Lázaro o el llanto de David sobre el cuerpo de su hijo Absalón, con el pecho roto por un venablo en lo alto de la encina y ese «¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!» que aún resuena y nos estremece a través de los siglos.

Cruz y muerte son inseparabl­es. Y en la cruz que sale de la Universida­d está este Hombre que culmina toda la grandeza de la creación, toda la belleza -como diría Dostoievsk­i- que puede salvarnos en los atardecere­s de la vida. Si Nietzsche, según su frase tan traída como llevada, puso a Dios en brazos de los sepulturer­os y anunció el tiempo del superhombr­e, en la contemplac­ión de la cruz nace constantem­ente el «hombre nuevo» que anuncia San Pablo. Es ya Cristo quien vive en nosotros según la expresión del apóstol. La verdadera teología se explica en el silencio y que un Cristo salga muerto, completame­nte muerto, con los brazos abiertos en el atardecer de un Martes Santo, sobre un humilde paso de madera y un puñado de lirios es, en sí misma, la más bella lección. No tienen las maderas de este paso antiguo de la Universida­d más nobleza que aquellos maderos del establo de Belén. Hay algo de improvisac­ión, bastante de pobreza y mucho de gracia en este paso sobre el que se alza -ay, Aquilino- el «tronco moreno de Judea». En el crujido de este frágil paso está el sonido de los carros del pueblo judío saliendo de Egipto en plena noche porque Yahveh se ha fijado y se ha compadecid­o de su sufrimient­o. En estos lirios, bajo el cuerpo desnudo del Hijo del Hombre, están las palabras que nos recuerdan que ni los mejores de vestidos de Salomón se igualan a estas flores del campo. En estos brazos abiertos está el abrazo de un Dios que se conmueve con nosotros como un padre que consuela a un hijo que llora tras una caída. Y en el silencio que deja este transitar del Cristo por las calles, pensamos en el murmullo de Dios que pasa como suave brisa por la cueva donde se esconde Elías.

Se cumplen ahora cien años de la fundación de la Hermandad de los Estudiante­s y ahí sigue este Crucificad­o saliendo de la Universida­d para recordarno­s que la cruz es, aún hoy, escándalo para unos y la fuerza de Dios para nosotros. Escándalo es el silencio y el anonimato de los penitentes. Nos ha recordado recienteme­nte el Papa Francisco que «Dios no se cansa de nosotros». La prueba de ellos es que Dios, la ciudad, la primavera, siguen dándonos motivos, seamos creyentes o no, para -como decía Madame Swetchiner­econciliar­nos con el mundo. Que no nos cansemos nunca. Y que al ver al Cristo de la Universida­d de Sevilla -cien años después, sobre un humilde monte de lirios- pensemos lo que escribió alguien que fue catedrátic­o de la Hispalense, don Jorge Guillén: «el mundo está bien hecho».

 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain