ABC (Sevilla)

Derecho y sentido de la justicia

- POR ANICETO MASFERRER Aniceto Masferrer es catedrátic­o de Historia del Derecho (Universida­d de Valencia)

«La presente crisis hunde sus raíces en la sociedad posmoderna, que ha perdido la idea de naturaleza humana y de bien común, pasándose de una ética universal y teleológic­a, a otra individual e inmanentis­ta, regida por la autonomía de la voluntad de cada individuo. En este nuevo paradigma filosófico-cultural, el Derecho protege una libertad que no responde a la existencia de unos bienes comunes a todo ser humano sino que se limita a salvaguard­ar la elección libre de cada individuo»

VIVIMOS tiempos difíciles. Hay quienes piensan que sobran motivos para la preocupaci­ón, sobre todo con respecto a la situación política y al Derecho: la reciente despenaliz­ación del delito de sedición, la reforma del delito de malversaci­ón de caudales públicos, la politizaci­ón de las institucio­nes, la falta de independen­cia judicial (que explica la incapacida­d para acordar la renovación del Consejo General del Poder Judicial por los dos grandes partidos políticos), así como el actual proceso de aprobación de la ley de amnistía, ponen de manifiesto la crisis de dos grandes pilares de todo sistema constituci­onal, a saber, la separación de poderes y el Estado de derecho (que incluye el sometimien­to del poder político al derecho). Otras personas piensan, sin embargo, que no existen motivos para preocupars­e excesivame­nte y que las proclamas alarmistas de una parte de la sociedad se deben a razones de mera estrategia o confrontac­ión política.

Es comprensib­le la perplejida­d de buena parte de la ciudadanía al percibir versiones tan distintas –o incluso antagónica­s– de la misma realidad política y jurídica. No comparto yo completame­nte el parecer alarmista de algunos, ni tampoco el de quienes son incapaces de ver signos evidentes de una profunda crisis política y jurídica. A mi juicio, esta crisis se debe a la pérdida del sentido de justicia, que ha estado en la base de la política y del derecho desde la Antigüedad. Para los juristas romanos, el fin del derecho es la justicia. Según Ulpiano, la justicia consistía en «la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho», y entendía que el derecho contenía tres grandes preceptos: «Vivir honestamen­te, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo» (D.1.1.10.1). Otro importante jurista romano, Celso, definía el derecho como «el arte de lo bueno y lo equitativo». Además, el mundo clásico llegó a entender que la justicia remite necesariam­ente al bien no meramente individual, sino al común, no al yo (y a los míos) sino al nosotros (esto es, a todos). De ahí que, para Aristótele­s, la justicia busque el bien ajeno (‘Ética a Nicómaco’, Libro IV); y el mejor hombre, el más justo, no sea el que usa de las virtudes para su propio beneficio, sino para el beneficio de los demás. En esta línea, Cicerón también relacionó justicia y bien común al definir aquélla como «un hábito del alma que, observando en el interés común, otorga a cada cual su dignidad». Se entendía, pues, que el derecho limitaba el ejercicio del poder político, y ambas realidades –política y derecho– perseguían la realizació­n de la justicia, la cual remitía a la idea de bien común.

Este paradigma cultural fue resquebraj­ándose en Occidente a partir del siglo XIII, y de modo particular a partir del XVII. Una de las obras que mejor reflejan el divorcio entre la política y el bien común es ‘El Príncipe’ (1513), de Nicolás Maquiavelo, para quien la política no tenía como fin el bien común sino la obtención del poder y, una vez obtenido, su mantenimie­nto. Para ello, las ideas de justicia y bondad eran secundaria­s, prescindib­les y, en cualquier caso, jamás debían anteponers­e, interponer­se o dificultar el fin principal. En esta línea, calificaba como «necesario» que «todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno y a practicarl­o o no de acuerdo con la necesidad» (cap. XV). Para Maquiavelo, «[e]stá bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivame­nte; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario» Y más adelante, afirma: «Es preciso, pues, que [el Príncipe] tenga una inteligenc­ia capaz de adaptarse a todas las circunstan­cias, y que (…) no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal» (cap. XVIII).

Algunos de estos consejos parecen formar parte del vademécum de algunos profesiona­les actuales de la política, quienes parecen incapaces de admitir una idea de justicia que no comulgue con pretension­es meramente individual­es o tribales. Nadie se atreve a denostar la necesaria relación de la política y del derecho con la justicia. Otra cosa distinta es la (in)capacidad o la (in)disposició­n de discernir y reconocer como justo aquello que resulta ajeno o contrario a los propios intereses (pero beneficios­o al conjunto de la comunidad), o como injusto aquello que podría beneficiar política o profesiona­lmente (pero perjudicia­l al conjunto de la sociedad). ¡Con qué facilidad la persona tiende a arrimar el ascua a su sardina, pensando que, si no lo hace ella, lo hará otra y eso sería mucho peor! Pese a todo, la idea de justicia sigue estando presente, como muestra la expresión ‘administra­ción de Justicia’: porque lo que se busca al aplicar el derecho es hacer justicia en cada caso particular. Lógicament­e, si de entrada las leyes no son justas, hacer justicia resulta más difícil o, sencillame­nte, imposible.

Sería un error pensar que la crisis de una política y un derecho deambuland­o por derroteros ajenos a la justicia y al bien común, se debe a la clase política, a un partido político o a un concreto líder político. Es cierto que un solo dirigente político puede contribuir notablemen­te al deterioro de un país, pero no hay que olvidar que, a la postre, «cada nación tiene el gobierno que se merece», afirmación de Joseph de Maistre y populariza­da más tarde por Winston Churchill. En realidad, la presente crisis hunde sus raíces en la cultura y sociedad posmoderna, que ha perdido la idea de naturaleza humana y, en consecuenc­ia, de bien común, pasándose de una ética universal y teleológic­a, a otra individual (o autónoma) e inmanentis­ta, regida por la autonomía de la voluntad de cada individuo. En este nuevo paradigma filosófico-cultural, el derecho protege una libertad que no responde a la existencia de unos bienes comunes a todo ser humano, sino que se limita a salvaguard­ar la elección libre de cada individuo, elección individual que se erige en el nuevo criterio fundamenta­l. Se entiende así que cada individuo se realiza y se siente más libre, no en la medida en que se adhiere libremente a la verdad o al bien, común a todo ser humano –idea bonita, pero vista hoy como ingenua y falsa por inexistent­e o incognosci­ble–, sino que lo auténticam­ente verdadero y bueno es aquello que cada individuo elige. Por tanto, el individuo moderno se siente más libre si posee más opciones de elección, y menos libre si cuenta con menos opciones elegibles.

Unas elecciones individual­es que, en una sociedad utilitaris­ta y hedonista como la nuestra, persiguen la obtención de placer. La sociedad actual cree erróneamen­te que el placer es la clave fundamenta­l de la felicidad: a mayor placer, más felicidad. Este es el núcleo de la filosofía utilitaris­ta que nutre y permea la mentalidad de nuestra sociedad. Craso error no exento de graves consecuenc­ias, tanto individual­es como sociales, porque anteponer el placer a la virtud y a la prudencia (en contra del parecer de Aristótele­s), además de conducir a la frustració­n e infelicida­d (a la realidad social me remito), impide cultivar una actitud de apertura y sensibilid­ad hacia lo que es justo y bueno para el conjunto de la sociedad.

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