La Soledad de Bécquer
SI sobre el mapamundi de Sevilla se marcan los santos lugares donde discurrió la vida breve de Gustavo Adolfo Bécquer, el contorno resultante dibuja las fronteras de dos continentes. En el hemisferio Bécquer Sur, limitada por la feria del Prado y el Palacio de San Telmo, se extiende la placa tectónica del continente romántico. Allí los duques de Montpensier gobernaron las anchas estepas del Paseo de Cristina y las Delicias, separadas de la ciudad por el ecuador del arroyo Tagarete. En el hemisferio Bécquer Norte, más allá de los trópicos del Arenal y la Campana, se delinea con tinta de golondrina el viejo continente del barrio de San Lorenzo: Santa Clara, Mendoza Ríos o Conde de Barajas son algunos de los meridianos y paralelos becquerianos. Más al norte, la propia calle Bécquer señala el paso del noroeste hacia la Escandinavia becqueriana: cerca de las tundras boreales del Alamillo se avista la Ínsula Barataria de la Venta de los Gatos y su remota capital, San Jerónimo, la Veruela hispalense.
Toda la breve vida sevillana de Gustavo Adolfo discurrió entre las calles de lo que Romero Murube designaría como el barrio más puro de Sevilla. A San Lorenzo dan cuerpo espiritual sus hermandades, del Buen Fin al Dulce Nombre, de las Siete Palabras a la Vera Cruz, de las Penas de San Vicente al sancta sanctorum del Gran Poder, toda la collación, palabra rancia donde las haya, está transverberada por sus cofradías. Pero si hay una advocación que representa la identidad del barrio (me vais a perdonar porque es la mía), esta es la Soledad de San Lorenzo, que a su nombre añade como un manto el de su parroquia.
De las identidades Bécquer=San Lorenzo y San Lorenzo=Soledad, el capillita errante infiere sin más comprobaciones la identidad Bécquer=Soledad. El pregonero arquetípico no cesará de soñar con el arquetópico tránsito de la Virgen por el barrio entre rimas y leyendas. Pero miremos antes la tupida madreselva en el ojo propio que la breve golondrina en la ajena pupila azul. Lo sé, como dijo Josep Peyré, «por haberlo sufrido yo mismo».
En mi librito de 2011 ‘Cúpulas y Capiteles’ figuraba un pasaje dedicado a mi abuelo, Miguel García Posada (1909-1959), diputado de cruz de la Soledad en la eternidad y pregonero de la Semana Santa de Sevilla en 1954: «Abuelo, la Virgen de la Soledad, la misma que Bécquer vio pasar entre los vencejos y naranjos del barrio de San Lorenzo, nos ha reunido de nuevo, vestidos ya para siempre con la túnica de nuestra penitencia. Y hemos caminado juntos, tú en el trance supremo de la muerte y yo en el lance palpitante de la vida ¿o acaso es al contrario?»
¿Pero en verdad pudo Bécquer ver a la Soledad hacer estación de penitencia? Algunos años después, ilustrado por las investigaciones de mis hermanos soleanos Ramón Cañizares y Álvaro Pastor, consideré la imposibilidad histórica de esta escena. Entre 1805 y hasta su reorganización en San Miguel en 1860 la Soledad estuvo más de medio siglo sin ir a la Catedral. Si Bécquer marchó de Sevilla a Madrid en el otoño de 1854 no pudo verla nunca procesionar, a menos que hubiera retornado a la ciudad, aunque bien hubiera podido rezar ante ella antes de tomar la galera de Andalucía hacia Madrid que partía de la Plaza del Duque, casi desde el atrio de San Miguel…
También la verdad se inventa… En otra parte me he ocupado del probable regreso de Gustavo Adolfo a Sevilla en 1862 y de las crónicas anónimas sobre la Semana Santa que pudo haber remitido al periódico ‘El Contemporáneo’. En el archivo de la hermandad consta la salida de la Soledad el Viernes Santo de 1862, pero en la crónica de esa jornada nuestro anónimo becqueriano, tras describir el fastuoso cortejo romántico de Monserrat, apenas añadirá: «Nada más ocurrió el Viernes Santo que sea digno de referirse». Creo que no sintió más pena Moisés cuando se ocultó a sus ojos la Tierra Prometida, que yo cuando leí estas líneas. En esta carencia becqueriana, a más de un siglo y medio, late la soledad con la que tantos años caminara la Virgen entre el chasquido de sillas que se cierran.
¿Bécquer ajeno a la Soledad que encarna cristianamente el sentimiento desolador que siempre lo acompañó («¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!»)? ¿Bécquer indiferente a la soledad cuando el texto fundacional de su razón poética había sido una reseña a ‘ La soledad’, el libro de poemas de su amigo Augusto Ferrán («La soledad es el cantar favorito del pueblo en mi Andalucía»)? Bécquer no era Bécquer…
Pero la verdad no solo puede inventarse, sino que a menudo es más obstinada que la propia voluntad. En la primavera de 1864 se publicaron en El Contemporáneo cuatro cartas anónimas procedentes de Sevilla. Las dos últimas, dedicadas a la feria y a los toros fueron estudiadas en 1948 por el erudito Dioniso Gamallo Fierros quien propuso para ellas una posible autoría becqueriana. Pero, ¿y las dos primeras dedicadas a la Semana Santa y todavía inéditas?
Acudamos a la hemeroteca digital el día del señor del 31 de marzo de 1864 y leamos: «más humildemente, pero con delicado gusto iba sobre peana de plata Nuestra Señora de la Soledad, único paso de la última de las cofradías que han hecho estación esta Semana Santa».
Y un pálpito, un rumor de besos y un batir de alas nos hacen exclamar de júbilo: ¡es Bécquer! ¡La Soledad de Bécquer!
TRIBUNA ABIERTA
De las identidades Bécquer=San Lorenzo y San Lorenzo=Soledad, el capillita errante infiere sin más comprobaciones la identidad Bécquer=Soledad