El último e inesperado hallazgo de Champollion
Un jeroglifo en un lugar inusual llevó al egiptólogo que descifró la piedra de Rosetta a descubrir a una faraona cuya existencia se desconocía hasta entonces
Habían pasado casi siete años de aquel 14 de septiembre de 1822 en que Jean-François Champollion irrumpió en el despacho de su hermano en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París y gritó «¡ya lo tengo!» antes de caer desmayado. En 1829, el genio francés que había descifrado la escritura jeroglífica de la piedra de Rosetta se encontraba de viaje en Egipto, comprobando con orgullo que estaba en lo cierto. Había recorrido el Nilo desde Alejandría hasta la Segunda Catarata y por el camino había podido leer las inscripciones de templos y tumbas. «No hay nada que cambiar en nuestra ‘Carta sobre el alfabeto jeroglífico’ (...). Nuestro alfabeto es válido», escribió al director de la Academia de Inscripciones. Ignoraba entonces que aún iba a hacer un último e inesperado hallazgo.
En junio de aquel mismo año, Champollion visitó Deir el-Bahari, cerca del Valle de los Reyes, y al leer por primera vez en miles de años los jeroglifos grabados en la piedra descubrió el nombre de un faraón hasta entonces desconocido, con una letra en un insospechado lugar. Edward Dolnick (Massachusetts, 1952) lo cuenta con detalle en su apasionante relato sobre cómo se descifró ‘La escritura de los dioses’ (Siruela, 2024). «Aún más me asombró descubrir, al leer las inscripciones, que dondequiera que se hacía referencia a aquel rey barbado, que lucía la vestimenta habitual de los faraones, los nombres y los verbos se hallaban en femenino, como si se tratara de una reina», anotó en su diario.
La reina Hatshepsut
Champollion no llegó a saber nunca que había dado con el primer testimonio de Hatshepsut, una reina de la XVIII Dinastía que dirigió los destinos del país durante 20 años y cuya memoria trataron de borrar sus sucesores. Los arqueólogos revelaron su historia en la década de 1920, un siglo después, pero el descifrador francés fue el primero capaz de leer en su templo que la palabra «rey» iba seguida de un jeroglifo que marcaba el género femenino. «Lo que sabemos se lo debemos a la oportunidad que tuvo Champollion de fijarse en una pequeña letra ‘t’ en un lugar al que no pertenecía», resalta Dolnick al final de su relato de cómo se descifró la piedra de Rosetta, con guiños actuales y alusiones a diversos idiomas que ayudan en su comprensión. Su obra es, a juicio de Irene Vallejo, «un viaje al corazón del enigma, la historia del libro de piedra que nos enseñó a descifrar códigos secretos, la hebra que une el antiguo Egipto con el nacimiento de la informática, el nexo entre Champollion y Sherlock Holmes».
Desde que en 1799 las tropas de Napoleón hallaran esta losa de granito entre escombros en Rashid (la localidad egipcia a la que los franceses llamaron Rosetta), se supo que sería la llave con la que adentrarse en la enigmática escritura egipcia. Por primera vez se había descubierto un texto en griego junto a esos bellos e incomprensibles dibujos de círculos, estrellas, leones y hombres arrodillados. Se pensó que descifrar la escritura jeroglífica llevaría semanas, pero se tardaron veinte años y quizá aún contemplaríamos ignorantes esas inscripciones si en este empeño no se hubieran zambullido dos prodigiosas mentes con una asombrosa habilidad para los idiomas. Era, quizá, lo único que tenían en común los dos rivales de este singular lance.
«El inglés Thomas Young fue uno de los genios más versátiles que hayan existido. El francés Jean-François Champollion fue una criatura volcada en un solo objeto de atención que se ocupó de Egipto y nada más que de Egipto», describe el escritor estadounidense, que trabajó como redactor jefe de la sección de Ciencia de ‘The Boston Globe’ y ha colaborado en ‘The Atlantic’, ‘The New York Times Magazine’ o ‘The Washington Post’. Young, un polímata que destacaba tanto en física como en lingüística, descubrió que los jeroglíficos podían representar sonidos, como las letras de nuestro alfabeto, y descifró el nombre de Ptolomeo en un cartucho, adelantándose en la carrera. Sin embargo, Champollion logró entender los intrincados mecanismos de una escritura en imágenes, en la que algunos jeroglíficos representaban sonidos pero otros palabras… y llegó victorioso a la meta.
El templo de Ramsés II
En sus caminos se cruzó felizmente el hallazgo del obelisco que el multimillonario inglés William Bankes llevó hasta su mansión de Kingston Lacy y, en el caso de Champollion, el descubrimiento de Abu Simbel por Jean Louis Burckhardt. Siguiendo las indicaciones de este viajero suizo, el forzudo italiano reconvertido en arqueólogo Giovanni Belzoni logró entrar en 1817 en el templo de Ramsés II, descubriendo pinturas y jeroglifos en sus paredes que fueron copiados y acabaron llegando hasta la buhardilla de la rue Mazarine de Champollion. El egiptólogo francés recibió el inesperado paquete en una fecha que pasaría a la historia, el 14 de septiembre de 1822. Al abrirlo, reparó en un cartucho que no había visto nunca, con solo tres jeroglifos. Conocía el último, un símbolo que representaba la letra ‘s’ y que aparecía dos veces. El primero era un círculo con un lunar central, como un sol. Champollion recordó que el astro solar en copto se decía ‘ra’ y que Ra correspondía también con el nombre del dios sol de los egipcios. Ignoraba el significado de esa especie de racimo intermedio, pero en cuanto vio ‘RA…SS’, el nombre de un faraón le vino a la mente: Ramsés. Había logrado descifrar un nombre egipcio y había encontrado un método para descifrar otras palabras con ayuda del copto. Además, había vislumbrado cómo funcionaba la maquinaria intelectual de la escritura egipcia.
Edward Dolnick relata en ‘La escritura de los dioses’ (Siruela) la trepidante carrera por descifrar el lenguaje jeroglífico