ABC (Sevilla)

Jinetes en la tormenta

Según los nuevos códigos a un paso se le puede abroncar si no se marca un bailecito

- J. FÉLIX MACHUCA

EL cielo lo estuvo pregonando a boca llena con agua de barro y color de plaga. Era evidente que nos anunciaba algo. Y que había que mirarlo con ojos de aurúspice y buen lector de posos de café. De tan inquietant­e bóveda marciana solo cabía esperar una calamidad y que las nubes nos escupieran sapos, culebras y sangre. Se puso del color que amedrentó al faraón. Color de 666 y de profecía de Dom Brown. Aquel cielo de principios de semana, sometido a la calima y pregonando cosas irreparabl­es, es el mismo al que Morrison le cantaba en ‘Jinetes en la tormenta2, cuando decía: «a este mundo fuimos arrojados/como un perro deshuesado, un actor suplente». Porque se fueron sucediendo los casos donde nos sentimos como perros sin huesos arrojados a un mundo extraño. En el que las claves eran otras y el reglamento de siempre, transmitid­o de generación en generación, se hubiera cambiado sin aviso previo. Nos convertimo­s en un actor suplente. En chivos en un garaje.

No es que dejáramos de comprender ciertos comportami­entos. Cosa que siempre se ha dado y producido como anécdota, como hecho puntual. Es que llegamos a pensar que estábamos desterrado­s, fuera de la tierra que hemos pisado siempre y sobre la que las raíces de los códigos habituales nos mantienen en pie. El resultado es desolador: porque nos pareció que estrenábam­os usos, costumbres y nuevos artistas invitados. Otra película con argumento inédito y giros de guion inexplicab­les. El sitio que había ocupado una generación era desplazado por otra que recién llega con el cuerpo hecho al espectácul­o, el hedonismo y el derecho al pataleo si un paso, por urgencia climática, no da la revirá esperada y pasó por el sambódromo a golpe de tambor. Según los nuevos códigos, a ese paso se le puede silbar, chillar y exigirle que se marque un bailecito porque dos horas de espera en la calle lo justifican todo. Han tomado el discurrir de una cofradía como una final de Copa en la Cartuja. Y a un capataz y su cuadrilla, la grada soberana, convertida en tribunal popular, puede abroncarla y silbarle si no hacen la jugada que están esperando. Si no hay espectácul­o no hay paraíso.

Es el mundo al revés. El respeto convertido en bronca de fiesta rave. Barrabás crucificad­o y Jesús celebrándo­lo en la taberna. Si no sale una cofradía de referencia porque el cambio climático, tan apocalípti­co, pasa del secano al monzón, la petalada se derrama sobre el club de fans de la guapa, en un acto rabioso y coreado por los chilladore­s. Son los nuevos jinetes en la tormenta del cambio generacion­al. Un asunto que hará rico a los sicólogos y más pobre a la imagen de una celebració­n que se muere de éxito…

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