Una reliquia literaria: la Venta de los Gatos
El relato de ‘La Venta de los Gatos’ es la expresión del amor de Bécquer por Sevilla y de su mentalidad conservacionista de una ciudad que, en su opinión, estaba perdiendo algunas de sus señas propias
La compra reciente de la Venta de los Gatos por el Ayuntamiento de Sevilla ha traído de nuevo a la actualidad aquel lugar del viejo camino de San Jerónimo que suscitó el interés de Gustavo Adolfo Bécquer en un relato de corte costumbrista y aire de leyenda que publicó en 1862 en el periódico madrileño El Contemporáneo. Aquella casita de antaño «blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras» y adornada por «una parra añosísima… que cubre como un dosel» su parte delantera, se reduce en la actualidad, en la fotografía publicada por este periódico, a apenas cuatro paredes en estado de total abandono, blanco de ocasionales grafiteros, ahogadas por los bloques de viviendas que la desidia de esta ciudad construyó en su día demasiado cerca en un caso similar al del templete de la Cruz del Campo.
No es ya, ni mucho menos, no ya la riente y animada venta que en su tiempo nos describiera el autor de las ‘Rimas’, sino ni siquiera el lugar que todavía recordamos de nuestro paso por allí hace varias décadas o el que atestiguan algunas fotografías antiguas. Comparado con esos testimonios no tan lejanos, lo que queda hoy es sólo una reliquia de lo que fue aquella casa. Sólo una reliquia, pero una reliquia que todavía estamos a tiempo de salvar de la ingrata desmemoria que condena al olvido a un espacio urbano que alentó la creación del mayor genio lírico de la contemporaneidad española, del hombre que superó el código poético del Romanticismo y le abrió a la poesía las puertas de la modernidad.
Como testigo del estado de la venta a finales de los años sesenta o primeros setenta, aporto hoy esta interesante fotografía facilitada también, como días atrás la del famoso magnolio de Cernuda, por la generosidad de mi compañero en Buenas Letras Ignacio Medina Fernández de Córdoba, duque de Segorbe. No sé con certeza quiénes son ni el adulto que aparece a la izquierda ni los dos niños que están a la derecha debajo de la jaula que cuelga de la pared. Aventuro, sin embargo, que pudiera tratarse del escultor e imaginero Antonio Illanes, que por aquellas fechas era el propietario de la casa, y de algunos miembros de su familia
Recuerdo vagamente haber asistido una tarde a la venta, siendo yo muy joven, a un acto literario acompañado por mi maestro el profesor Francisco López Estrada. Y creo recordar también que Illanes se afanó en aquel entonces por darle a aquel lugar de resonancia becqueriana una vida que hasta entonces no tenía. En cualquier caso, la foto ofrece una vista de la casa que poco tiene que ver con la de hoy. El paso del tiempo y la dejación de nuestra ciudad hicieron su triste labor de olvido.
El relato de ‘La Venta de los Gatos’ es la expresión del amor de Bécquer por Sevilla y de su mentalidad conservacionista de una ciudad que, en su opinión, estaba perdiendo algunas de sus señas propias en su trazado urbano y en sus costumbres más genuinas. Es muy posible que en 1862 volviese a ella después de varios años en Madrid y la encontrara muy cambiada. Por eso escribe: «yo dejé una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una crinolina ‘a la emperatriz’, un sombrero de tope alto y el pelo ‘a la Fuoco’.Tan extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba».
Puede que Bécquer, llevado de su mentalidad conservadora y de su interés por el folclore, estuviera extremando en algo la exacta medida de su decepción ante los cambios en la fisonomía urbana de Sevilla durante el reinado de Isabel II: la llegada del ferrocarril con el derribo de la muralla, la apertura de la Plaza Nueva, la plaza del Museo y los jardines de Cristina, la extranjerización de la Feria… y el nuevo cementerio que le daría un aire lúgubre a la rientes huertas y retamares de la Macarena donde se situaba la venta de los Gatos. Aquel ventorrillo donde los sevillanos comían y bebían, cantaban y bailaban, se mecían en sus columpios, se agitaban «rebosando juventud, animación o alegría» y llenaban de vida sus alrededores ofrecería unos años más tarde, al retorno del poeta, una triste sensación de muerte: «La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como en un sudario». Pero lo poco que de él queda todavía en pie Sevilla tiene la obligación moral de salvarlo del olvido. Es una reliquia material del aliento inmaterial de la verdadera poesía.