Regalar vino
Cualidad que, en plural, no significa nada en absoluto. Cuando lo haces regalas todo lo que tienes, todo lo que has sido y todo lo que aspirabas a ser y ya no serás; el pasado de una tierra, el presente de un tiempo embotellado y el futuro sacrificándose
En Coque tuve la experiencia culinaria más intensa de mi vida. Creo recordar que el plato consistía en un consomé de liebre con algunas hierbas infusionadas, pero no podría jurarlo porque aquello pasó hace mucho y ya solo me queda un recuerdo en el corazón y en paladar, un recuerdo vago que se abre paso entre la niebla. Decía Rimbaud que el poeta es un ladrón de fuego. Quizá el columnista sea un ladrón de niebla, un tipo que avanza por su memoria como un niño ciego que palpa las paredes como quien manda una carta de amor a un punto fijo. Y que intuye que al final de la sala y la columna, allí donde acaban las paredes y las referencias debe haber algo de luz. Y esa luz es lo que se persigue.
El plato se remataba en mesa con unas gotas de un vino de 1808. Lo servían con una jeringuilla y tenía tanta potencia que me emocioné. De algún modo fui capaz de oler todas las barricas, todas las uvas, toda la humedad y todas las bodegas donde ese vino había dormido durante estos dos siglos y pico. Pensé en los riñones de los hombres que lo vendimiaron, sorteando granizos y gabachos. En las manos que plantaron y podaron esas cepas, en las que lo embotellaron y en todas las personas que lo han custodiado, protegiéndolo de ladrones, de borrachos y de guerras de la independencia, carlistas y civiles. En la tierra, en los vientos, en las lluvias y en el sueño de tanta gente. Y todo para que aquel día llegara a mi plato en forma de gotas que se expandieron por el líquido tomando el control del consomé, cambiando por completo su estructura y la mía. Y, de paso, elevando el plato y mi ánimo como un relámpago que surgiera desde la tierra e impactara en el cielo como respondiendo a una carta, a una llamada.
Lo extraño fue que a mi compañero de mesa también le asomaban un par de lágrimas. Y por el mismo motivo. Todavía lo recordamos. Ese día comprendí que el vino no es una bebida ni un alimento. No es un cúmulo de cualidades organolépticas como, qué se yo, una lata de berberechos, un caldo de pollo, un bote de ensaladilla. Una botella de vino es un fragmento de historia, la foto de un momento y, en el caso de un vallisoletano, además una devoción ancestral, atávica y litúrgica. Y es lógico porque nos recuerda que solo somos cuerpo y sangre, pan y vino, trigo y vid, eso es todo lo que da nuestra pobre tierra. Y le debemos respeto y agradecimiento.
Tengo un amigo al que regalo una botella de Vega Sicilia cada vez que tiene un hijo. Va por el tercero y no descarto que acabe con media docena solo por este tema. Guardo un Pintia para Rafa Latorre y un Alión para Camacho. Ambos se sorprenden cuando llego a las citas con vino, como el del anuncio de El Gaitero. Y, en realidad, no lo hago solo por ellos. Lo hago también porque no existe una sensación comparable a regalar tu mejor vino. Cuando lo haces regalas todo lo que tienes, todo lo que has sido y todo lo que aspirabas a ser y ya no serás; el pasado de una tierra, el presente de un tiempo embotellado y el futuro sacrificándose en directo para mayor gloria del momento. Si hay vino bueno, se bebe. Y se bebe hoy. Retenerlo en un cuarto oscuro teniendo amigos es asumir que habrá una persona y un momento mejor. Eso es despreciar al vino, a los amigos, y, como consecuencia, también a la vida. Y a la luz, por supuesto, a esa luz que, como ya advertí, es lo único que se persigue al final de los días, las columnas y las paredes.
Decía Rimbaud que el poeta es un ladrón de fuego. Quizá el columnista sea un ladrón de niebla