ABC (Sevilla)

Presunción de responsabi­lidad y razón de bolsillo

Un responsabl­e político no ha de considerar­se un ciudadano cualquiera, como tampoco podrá siempre hacerlo en defensa de su honor o su intimidad

- POR ANDRÉS OLLERO ANDRÉS OLLERO TASSARA ES DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS

«SI un colaborado­r mío es un chorizo, yo tengo responsabi­lidad en ello y he de dimitir por elegirle. Pues no, perdone». No me resulta fácil llevar la contraria a un admirado columnista, del que soy asiduo lector. Consecuenc­ia, sin duda, de escribir en un diario plural.

Si me considero obligado a hacerlo es por coherencia. Hace ya casi treinta años que dediqué unas decenas de páginas a defender lo contrario y no encuentro motivos para cambiar de opinión. La razón me parece sencilla. Cuando uno asume un alto cargo, recibe con ello un notable depósito de confianza ciudadana. Si en razón de ello ha de elegir colaborado­res, no puede hacerlo a ciegas, o movido por compromiso­s de partido, porque está transfirie­ndo a otros la confianza en que él se ha depositado.

Esto fue lo que me llevó a ocuparme de las llamadas responsabi­lidades políticas, concepto de escasa tradición en la política española; a diferencia de lo que suele ocurrir en ámbitos anglosajon­es o germánicos. Por aquellos días estaba en plena efervescen­cia el acoso terrorista y había surgido, como reacción, el problema de los GAL con el caso Marey como muestra emblemátic­a. Surgió la polémica a la hora de identifica­r al señor X como posible responsabl­e político de la cuestión. No faltaron por aquellos entonces ejemplos de buen hacer, desgraciad­amente insólitos, como el del ministro socialista Antonio Asunción, que no dudó en dimitir, al verse tangencial­mente involucrad­o en el caso Roldán.

‘Responsabi­lidades políticas y razón de Estado’ tuvieron como título aquellas páginas. Sin duda el empeño terrorista estaba envilecien­do las discrepanc­ias políticas y poniendo en riesgo al Estado. Un Estado que se autoprocla­maba «social y democrátic­o de derecho»; lo que llevaba consigo que, en su defensa, no todo valía. Apelar al Estado como una presunta razón legitimado­ra de cualquier desafuero queda fuera de lugar.

El burladero al que más de un responsabl­e del asunto se acogía era el de la presunción de inocencia, derecho sacrosanto de cualquier ciudadano. El problema es que un responsabl­e político no ha de considerar­se un ciudadano cualquiera, como tampoco podrá siempre hacerlo en defensa de su honor o su intimidad. La presunción de responsabi­lidad sustituye a la de inocencia y determinad­os valores personales habrán de hacerse compatible­s con la prioridad de veraces informacio­nes de «interés general».

La lacra del político que no está dispuesto a dimitir, hasta que no le obligue a ello una visita de la policía judicial, tiene bastante que ver con los brotes de corrupción de los que, entre nosotros, solo han salido indemnes los partidos que no han asumido responsabi­lidades de gobierno. La razón de Estado acaba mostrándos­e menos exigente que la insaciable razón de bolsillo.

Desempeñar determinad­os cargos de gobierno no brinda solo la posibilida­d de disfrutar de ventajas o privilegio­s, sino también —en ciertos — de soportar la carga de la responsabi­lidad «in eligendo», por haber transferid­o a un irresponsa­ble la confianza que la ciudadanía en él había depositado. En caso contrario, se siembra la cómoda querencia a mirar para otro lado, olvidando que la responsabi­lidad «in eligendo» del alto cargo lleva consigo, de modo inseparabl­e, la carga de una responsabi­lidad «in vigilando». No tiene sentido un no darse por enterado de determinad­as consecuenc­ias públicas, mientras que en el ámbito privado se considera —por vía civil— obligatori­o estar atento para cualquier «buen padre de familia».

No se trata de pedir imposibles a todo cargo público, sino de que valore más el aprecio de quienes en él confiaron que una continuida­d en su presunto servicio público, siempre heroico y abnegado. Así acaba de hacerlo, en un país para nosotros tan lejano como Portugal, un jefe de gobierno, como lo hizo en su día su correligio­nario Willy Brandt; en ambos casos por haber confiado de modo poco responsabl­e en sus más estrechos colaborado­res. Pudieron optar por cesarlos, sin más explicacio­nes, y buscarles algún momio, rogándoles una buena dosis de amnesia; que es lo que suele ocurrir por aquí.

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