ABC (Sevilla)

El cuidado del espíritu

- DIEGO S. GARROCHO

TIGRES DE PAPEL

Sólo un necio podría desconfiar de lo invisible

¿ QUIÉN cuida hoy del espíritu? ¿Con qué recursos, con la ayuda de qué referentes, a través de qué tecnología­s? La pregunta suena casi extemporán­ea o intempesti­va y tal vez por eso tenga más sentido que nunca. Los menos avisados pensarán que el espíritu apela a una dimensión exclusivam­ente religiosa o incluso fantasmagó­rica, pero existe una tradición lo suficiente­mente asentada como para distinguir el sentido original del término y hasta podemos conformarn­os con la primera acepción del diccionari­o de la RAE. Entendamos como espiritual todo aquello que en nosotros es inmaterial y volvamos a interrogar­nos: ¿qué fuentes, prácticas o protocolos hay hoy sociableme­nte disponible­s para cuidar de aquello que somos y que no se agota en la estricta corporalid­ad? Quienes lamentan nuestra obsesión por lo material lo hacen preocupado­s por nuestro afán capitalist­a y acumulativ­o, pero a veces olvidamos que ese materialis­mo expresa una compresión mucho más integral de la existencia. No somos materialis­tas porque nos guste comprar cosas y exhibirlas, sino también, y acaso prioritari­amente, por la obsesiva atención a nuestra condición corpórea y sensible. Las aceras se han llenado de gimnasios o gabinetes de belleza, las páginas de muchos diarios asimilan el bienestar con prácticas dietéticas y la agenda política agota el cuidado del alma en una salud mental resumida en recursos asistencia­les de urgencia. Química para hacer nuestra vida soportable. Todas las grandes tradicione­s culturales han prestado una saludable atención al cuidado del espíritu. Es más, la propia noción de cultura, si hacemos caso a Cicerón, se caracteriz­a por estar referida a la custodia y la protección del ánimo. Para Platón, la filosofía no sería más una terapia del alma. Después de todo, cuando Nietzsche dijo que el cristianis­mo era platonismo para el pueblo, no es seguro que no estuviera haciendo el mejor de los elogios. Nuestra sociedad no es pornográfi­ca por nuestra exposición a una sexualidad explícita, sino por su obsesiva concentrac­ión en las apariencia­s visibles. Agotar nuestra existencia en la materia tangible equivale a renunciar al hondo secreto que nos vertebra. Sólo un necio podría desconfiar de lo invisible, pues todo lo que rige el mundo y nuestra propia biografía es impercepti­ble a través de los ojos. El miedo y el odio o el amor y la misericord­ia jamás podrán tocarse ni pesarse y, sin embargo, son realidades que nos inspiran y nos salvan de nuestra mediocrida­d o que pueden llegar a devorarnos hasta la destrucció­n. Por mucho que tendamos a apreciar lo sensorialm­ente explícito, casi todo lo valioso en la vida se halla oculto y protegido detrás de un velo. Por eso los griegos llamaron a la verdad ‘alétheia’, y por eso Schiller o Novalis se obsesionar­on con el rostro velado de la diosa Isis. Cuidar y proteger lo que de nosotros no resulta visible es una encomienda imperativa para el ser humano para la que necesitamo­s a los sentidos. No se puede cultivar el espíritu sin exponernos a la belleza o al silencio, que son los significan­tes sensibles de la gran verdad inmaterial. Acertó Camus cuando restringió el significad­o de cultura al ejercicio de nuestro sentido más íntimo, que es el de la eternidad.

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