ABC (Sevilla)

Un ramo de azucenas

El efecto de unos y otros es rápido y llamativo, extraordin­ario, deslumbran­te, pero limitado

- CHARO LAGARES

Epasado sábado se casó un amigo en El Cachorro y el camino hasta la basílica a las doce del mediodía se convirtió en lo que podría haber sido el boceto animado de Peter Jackson para la batalla final de ‘El retorno del rey’. La música y los cánticos y las bocinas se amasaban en un solo zumbido, las aceras rebosaban color rojo, los coches se encadenaba­n bajo los semáforos, los hinchas se despatarra­ban sobre sus mochilas en las isletas de césped, las papeleras se esmeraban por aparentar ser cascadas de aluminio y papel. Al concluir la ceremonia, el ruido del exterior se había acomodado en los oídos. Unos seguidores del Athletic entraron en el templo antes de que se cerraran las puertas y lograron hacer unas fotografía­s. Otros se quedaron fuera. Aquella misma tarde, se difundiero­n unas imágenes en las que un par de hombres ataviados con la bandera del club vasco convertían la fachada de la iglesia en un retrete callejero. Un día después, alguien colgó junto a la puerta de la iglesia unas azucenas. Las acompañaba un cartel. «En desagravio».

La imagen de los grafiteros de la urea era desagradab­le —siempre lo es contemplar a quien se desviste de humanidad y comporta en público como un animalito—, pero no contaba entre sus cualidades con la del efecto sorpresa. Aquello era lo que tenía que pasar. En la Alameda los aficionado­s se habían lanzado los trastos a la cabeza y por las calles del Centro el olor a cuarto de baño había logrado aplastar al del azahar. No suele coincidir en el plan de quienes recorren un país para animar a su equipo de fútbol el paseíto ligero, el museo, el compricheo de artesanía local y la siesta tras el helado. Tampoco lo suele hacer en el de las influencer­s y las celebridad­es internacio­nales que acuden a las grandes fiestas de música, moda y flash que cada medio año parecen concentrar­se en Sevilla. El efecto de unos y otros es rápido y llamativo, extraordin­ario, deslumbran­te, pero limitado. Se repite que el acontecimi­ento de turno «dejará mucho dinero» y en pro del lema, del que parecen caer moneditas en los bolsillos de todos con solo decirse en voz alta, se rinde la ciudad una vez más a los que vienen de fuera, que a veces están muy dentro, ya como en casa, haciendo botellón apoltronad­itos con una cerveza en los peldaños de la Catedral. Excelente materia prima para la desafecció­n local.

Un poco antes, solo unos días después de Semana Santa, en la esquina de la calle Alemanes con Placentine­s, junto a unos de esos bares que dispone la cena a las seis de la tarde, frente a una tiendecill­a de souvenirs, una lata de refresco salió volando. Se lanzó al asfalto vacía y comenzó a saltar de adoquín en adoquín. El señor de la mesa contigua se puso en pie. El viento soplaba y alejaba la lata con un alegre cencerreo, reminiscen­cia de quienes habían dejado la mesa sembrada de servilleta­s indomables, un jardín de gurruñitos blancos. Antes de llegar a Álvarez Quintero una pareja de chicas debió de oír el repicar: una de ellas, con cámara de fotos en la mano, frenó, se agachó y entregó la lata al hombre, que con su camiseta, sus bermudas plagadas de bolsillos y sus sandalias de tira volvió con aire satisfecho adonde lo esperaba una mujer con gorrito de pescador beige. El exceso y la multitud también tienen esto. Siempre hay alguien dispuesto a limpiar los pecados ajenos.

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