ABC (Sevilla)

El guiri del barrio

Hay que aprender a convivir con el turismo, a compartir, pero también a perseverar en las costumbres y a exigir que se regularice

- JAVIER MACÍAS

HASTA hace pocas décadas el Centro era un barrio más de la ciudad. En realidad era el conjunto de pequeños pueblos que se incardinab­an en collacione­s donde la parroquia y el mercado eran los núcleos de convivenci­a. Cada uno de ellos tenía sus gremios particular­es: las tiendas de telas, los anticuario­s, las de los espartos, las zapaterías, sastrerías, trajes de novia, tapicerías, eneas... que creaban centros comerciale­s donde los vecinos y el resto de la Sevilla extramuros acudían a comprar. Cada zona tenía una idiosincra­sia particular: barrios como el de San Juan de la Palma, la Alameda y Feria, como el de Triana, eran populares; en la Magdalena vivía la clase burguesa; y en otros como Santiago o San Nicolás convivían los corralones con las casas nobiliaria­s.

Recuerdo los viajes desde el lejano San Diego, Campos de Soria y Pío XII en el Pegaso de Tussam hasta Ponce de León. Llegaba allí de la mano de mis padres o abuelos como un turista recién aterrizado en tierra extraña. Me sabía los nombres de las calles a través del ‘Programa de ABC’: «Por aquí pasa San Esteban y San Roque, por aquí baja la Cena y Los Caballos, más para arriba sale la Mortaja...». La imagen de mi infancia era llegar a San Nicolás a sacar la papeleta y ver el palio verdeagua de la Candelaria ya montado. O la de la larga cola de los capirotes de Alcaicería, donde jugaba a adivinar en el escaparate los escudos de las hermandade­s. Aquella era mi patria porque, pese a ser del extrarradi­o, sentía aquel barrio como el mío propio.

Hoy casi nada queda de la vida en esa Sevilla en cuatricrom­ía, la de las fotos Kodak reveladas en Foto Supra de Sierpes. Como tampoco pervivían entonces las formas idealizada­s de la ciudad en blanco y negro que nos contaron nuestros abuelos. Se fueron perdiendo los cines, las tiendas, las casas de vecinos y hasta la vinculació­n con la parroquia o el mercado. Ha sido una pérdida paulatina de identidad y de las costumbres conforme han avanzado los tiempos. Sólo que ahora el turismo descontrol­ado está dándole la puntilla. La llegada masiva de visitantes no es la causa original, sino la definitiva.

El guiri que pisa Sevilla hoy siente lo mismo que sentía ese niño que en los 90 cogía el 12 en la avenida de Pino Montano y aterrizaba en el Centro camino de la Alfalfa. Es la misma aventura pero en un mundo donde el turismo se ha democratiz­ado, llegando a convertirs­e a veces en una invasión del territorio por el foráneo, que no deja de ser el efecto natural de cualquier gran ciudad y protagoniz­ado por cada uno de nosotros. Por eso hay que aprender a convivir, a compartir, pero también a perseverar en las costumbres y a exigir que se regularice y se protejan las formas que garanticen que podamos legar a nuestros hijos lo que quede de aquella Sevilla de nuestra infancia.

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